miércoles, 8 de agosto de 2012
XIII. La puta canción
lunes, 6 de agosto de 2012
XII. Una simbólica razón para recordar
miércoles, 23 de mayo de 2012
XI. Mi amiga que se casó
miércoles, 25 de abril de 2012
X. En la ruta a los treinta - parte 4
miércoles, 21 de marzo de 2012
IX. Transantiaguina
viernes, 24 de febrero de 2012
VIII. En la ruta a los treinta - parte 3
Me he dado cuenta que estoy luchando cada día más por volver a ser una niña. Por eso me alegra que llueva. En Santiago de Chile es muy extraño que llueva en verano y cuando lo hace en invierno es poco, y con ese poco nos ahogamos todos. Los drenajes de esta ciudad no filtran una mierda transformándose en Venecia. Sobre lo de volver a ser niña lo menciono porque siempre deseo saltar sobre una poza pero no puedo hacerlo si es día de semana. En la ida llegaría con los pies mojados a la oficina y la gripe no me la quitaría nadie. De vuelta, es tan largo el recorrido a Maipú que sucedería lo mismo. Pero en realidad… pensándolo bien, qué importa. Siempre hay tiempo y salud para una poza ¿no? Esa será desde hoy mi filosofía.
Por ejemplo, mi mejor amiga Claudia siempre tiene tiempo para pisar una hoja seca. Eso la hace dichosa. Recuerdo muy bien que cuando íbamos al colegio, de regreso a casa caminábamos por el bandejón de la Avenida Pajaritos y entre los meses de marzo y junio, nadie podía quitarle el placer de pisar una hoja seca. El sonido la extasiaba, sonreía de manera ancha y seguía su camino feliz de la vida. Todo el mundo tiene su pequeña máquina del tiempo con detalles como éstos. Nos convertimos en Marty McFly para luego regresar a la realidad deseando haber cambiado algo de alguna forma. A medida que pasan los años, más se quiere rememorar el pasado. Ahora entiendo a mis viejos cuando hacen comparaciones de épocas y de generaciones. Antes me lateaba escucharlos en sus diálogos como:
-¡Nosotros éramos nueve hermanos y no teníamos un solo peso!- exclamaba mi madre.
-¡Lo que dejaba de usar uno quedaba para el otro!- apoyaba mi viejo, por otro lado.
-¡En navidad nos daban un solo regalo y con eso teníamos que conformarnos!
-¡Nos mandaban a la cama antes de las noticias! ¡Y sin derecho a reclamo!
Hay una cosa que sí comparto y fue porque lo viví en carne propia. El respeto que existía por los mayores en ese entonces. Creo que fue con mi generación- a todo reventar, con la de mi hermana- que murió el respeto absoluto por los padres. Es cosa de dar la vuelta en una esquina o ver “Perla” en el Canal 13 para darse cuenta cómo los pendejos mandan a todos al carajo con sólo chasquear los dedos. Cuando tenía 12 años y quería salir con mis amigos de la villa, era todo un trámite de Notaría en mi casa. Más, diría yo. Un trámite de Congreso. Lo que mis padres me decían tenía que cumplirlo. Mi viejo, celoso hasta decir basta, me condicionaba los permisos y me decretaba una hora que no podía objetar. Era una ley que no se cuestionaba. Yo proponía un proyecto, ellos lo analizaban largamente hasta promulgar su aprobación con un permiso mínimo a cumplir o era el rechazo absoluto de la misma, sin derecho alguno a refutación. Mis permisos eran alarmantemente cortos. Cenicienta, por donde me vieran. Las fiestas comenzaron en mi vida social y mi viejo me iba a buscar a cada una de ellas. Recuerdo un momento muy particular que ilustrará por lo que tuve que pasar…
Mes de abril. Cumpleaños número 15 de Andrés, un amigo de la vida con el cual he crecido. Yo tenía 13 años en ese entonces, recién empezando octavo básico, último año. Fuimos con el grupo de amigos a su casa para celebrarlo y yo estaba contenta porque había conseguido un poco más de permiso que del acostumbrado. Andrés vive a dos pasajes más una calle de mi casa, para que tengan una idea de la distancia. El carrete estaba buenísimo. La música sonaba por todo el cobertizo, mucha gente había sido invitada y el trago era la novedad para muchos, al igual que el cigarro. El que fumaba era el huevón más genial. Al pasar del rato, desde la puerta de la casa aparece la hermana de Andrés pidiendo que bajaran la música un poco y que llamaran a X chica porque la buscaba su papá afuera. La vergüenza ajena de verla cruzar toda la fiesta hacia la salida siendo hueveada por sus amigos al pasar, me puso un poco nerviosa. La sola idea de que me pasara lo mismo, me provocó mariposas en el estómago. No creo que venga mi viejo, estoy al lado de la casa, además le dije que sería puntual y conoce al Andrés, pensé yo. Pero con don Juan Catalán no hay que confiarse. Es una lección que he tratado de aprender durante mis casi veintinueve años. Cuando estaban a punto de poner “los lentos” o “los blues”, momento importantísimo para bailar con el niño que te gustaba y darle un beso bajo la atención indisimulada de todos, otra vez se asoma la cabeza de la hermana de Andrés con la lapidaria frase que estaba temiendo: Amanda… te busca tu papá. Sería todo. Rogaba porque se abriera un hoyo en la tierra y así perderme en las entrañas del inframundo. Me huevearon, obvio. Salí y él estaba ahí. Todo amoroso y con una chaqueta en el brazo para que me la pusiera en los hombros. Ni que fuera una rockstar.
Lo que cuento es fiel reflejo de cómo fue la relación padre-hijo en nuestra generación. Ellos mandaban, nosotros obedecíamos. El permiso se ganaba y con insolencias se perdía al instante. Ahora que hago memoria, mi hermana no pasó por eso, por esa situación “papá te busca en la puerta de la fiesta”. Claro, yo como hija mayor, fui el experimento de esos dos, el conejillo de Indias, la rata de laboratorio a la que inyectaban horas de permiso restringido para evaluar mis reacciones. Y como sobreviví a su inexperiencia y adolescencia sin mayores tropiezos, soltaron más a la menor para que regresara a casa de madrugada, incluso junto conmigo, ¿qué tal? No, si no hay respeto con el primogénito.
De todas formas, estos recuerdos me hacen reír. Pese a lo “súper humillados” que pudimos sentirnos en esos años por nuestros viejos, podemos contar esas anécdotas como historias de vida el día de hoy. Me gustó la generación en la que crecí. El respeto, los permisos y el constante estado de impresión que residía en nosotros. Todo nos sorprendía porque todo era nuevo y excitante. Es curioso, pero aún con toda la tecnología del mundo y siendo Ingeniera en Informática de profesión, extraño las grabaciones que se hacían desde la radio, y su mortífero: Carolina Discoteque, que te cagaba toda la onda.
miércoles, 15 de febrero de 2012
VII. Marcas en la vida
Hay acontecimientos que te cambian de por vida.
¿Por qué lo digo? Cuando tenía diecisiete años, un compañero de curso fue asesinado. Así como lo leen. Fue una cosa fortuita, totalmente inesperada, como si te arrancaran una vendita de una herida de un solo tirón dejándote la carne viva. Él se llamaba Esteban Ojeda. Era un muchacho moreno, de limpia y perfecta sonrisa, ojos oscuros y nobles acciones. Podría decirse que era el más tranquilo y caballero de todos los compañeros que tuve a mi lado en esa época. Recuerdo muy bien la fecha de su muerte: 13 de agosto del 2000. Último año de secundaria.
Aquel mes de agosto fue algo movido, carretes, recolecciones de dinero para el paseo de fin de año y peleas en las reuniones de apoderados. Esteban era un chico cauteloso, sin sobresaltos más allá de lo que podía llevarse a cabo a su edad. Estaba de novio- irónicamente con una prima de segundo grado mía que no conocía- y siempre participativo en las actividades del curso. Jeannette Sobarzo, una de mis mejores amigas de esos años, estaba de cumpleaños el 7 de agosto. Como ocurrió un día lunes, decidió hacer su fiesta el sábado de esa misma semana. El carrete estuvo entretenido. Jeannette vivía lejos, por lo tanto, todos los que estaban a trasmano tenían que quedarse a dormir en su casa. Entre ellos, yo. Esteban fue invitado pero no pudo ir debido a que su novia tenía otro compromiso al cual lo había citado con anticipación. En ese momento no le dimos importancia, si no podía ir ese sábado, podría ir el otro- dijimos todos.
El carrete ocurrió sin incidentes ni sobresaltos. Bailamos, bebimos, reímos. Al cumplirse las cinco de la madrugada, nos fuimos a dormir sin antes seguir el hueveo y las bromas a oscuras. Recuerdo que me quedé dormida con Jeannette acostada a mi lado. Habíamos conversado de todo lo sucedido en la fiesta y finalmente, el agotamiento nos venció. Cuando despuntó el alba, escuchamos el insistente timbrazo del teléfono el cual obligó a la dueña de casa a levantarse de la cama. Jeannette me sacó del sueño informándome que se trataba de mi madre. Pensé inmediatamente que me regañaría, que me bombardearía con órdenes de que me fuera a casa temprano para compensar las horas perdidas. Al escucharla, me sorprendió su angustia:
- Me acaba de llamar un apoderado del curso. Uno de tus compañeros fue asaltado anoche… y lo mataron- me dijo sin preparaciones. Creo que no hay forma de dar una noticia así. Tuve que pedirle que me lo repitiera. A la cuarta vez que me lo dijo y con el nombre del afectado, recién pude entender lo que hablaba y el suelo se volvió de espuma bajo mis pies.
Les avisé de la mala noticia a los demás que dormían en la alfombra de la sala de Jeannette, y nos fuimos a la casa de Esteban casi al instante. Camino a su casa esperaba que fuese un error y fue donde no pude salir del taxi quedándome paralizada, ¿por qué?, escuchaba a la madre de Esteban gritar lo lejos: Devuélvanme a mi niño, quiero a mi niño… la posibilidad que fuera una equivocación se esfumó tan rápido como un suspiro. Sabía que nunca podría olvidar esos gritos. Pasamos todo ese día domingo en los jardines de la casa de Esteban esperando que el Instituto Médico Legal entregara su cuerpo. Las típicas burocracias hicieron que lo recibiéramos por fin al día siguiente, lunes.
Tratamos de entender lo que había pasado y sólo el robo con una puñalada en el pecho fue la respuesta que recibimos. ¿Cómo puede ser posible que una persona pueda matar por algo material? Esteban murió en los brazos de su padre. Lo atacaron en la esquina de su calle, herido golpeó su puerta y se derrumbó para nunca más ponerse de pie. Creo que en situaciones como éstas es cuando peleo con Dios hasta enojarnos. Ya suficiente tiene una madre con saber que un hijo fue apuñalado por un maricón de mierda, pero verlo morir en su propio jardín es algo torturador. No quise hablar con Él hasta comprenderlo. Creo que hasta el día de hoy aún le tengo una lista de preguntas y reproches que espero me aclare.
Éramos unos niños. Esteban se había ido y nosotros no sabíamos qué pensar, a quién culpar, cómo llorar. Todos nos preguntamos cómo la vida puede ser tan frágil y desde ese momento nos asustamos, por lo menos a mí me aterró. Un niño de diecisiete años había defendido su honor y perdido la vida por ello. Recuerdo que nuestra profesora en jefe, Ximena Ayala, me pidió escribir un discurso de despedida para él y leerlo en el servicio. Le dije que lo escribiría, no podía quedarme sin decir nada, pero que no podría leerlo. Mis palabras sumadas al dolor serían un verdadero suplicio y caos en mi garganta. Claudia fue quien lo leyó por mí y ese 15 de agosto quedó marcado en mi piel como hierro ardiente.
No sé por qué cuento esto el día de hoy. Me acordé de Esteban Ojeda porque se merece que uno se acuerde de él. Un chico bondadoso, amable y alegre. Fue un amigo que pude haber conocido mejor, pero como todo ser humano fue una tarea que siempre dejé para el día siguiente. Se cumplirán 12 años de su partida, pero creo que todos los que fuimos parte de ese curso maduramos de una manera colectiva debido a ello. No sé qué es lo que quiere la vida de uno, lo que quiere Dios de uno, pero me quedó clarísimo que decir: Mañana te veo – es tan utópico y absurdo como decir: Mañana me convierto en ave y te enseño a volar.
Si queremos decir algo, digámoslo ahora…
lunes, 16 de enero de 2012
VI. En la ruta a los treinta - parte 2
Existen varias cosas curiosas de acercarse a los treinta. Una de ellas es que el cambio que se percibe en el cuerpo, en la manera lenta y tardía en que uno se recupera de los carretes, del desvelo, de la actividad física que te deja derrotado. Hace cinco años atrás, uno era capaz de salir de lunes a domingo sin mostrarse destruido en ningún momento. El hueveo seguía y, si la borrachera te golpeaba en la cabeza con un martillo, tranquilidad… un par de horas de sueño y arriba de nuevo. Hoy en día, a mis veintiocho otoños, debo decir que si me entra agua al bote al otro día estoy hecha una mierda, simplemente. Si carreteo un día jueves el viernes estoy convertida en un trapo, un zombie irreconocible. Sin siquiera planearlo empieza la típica letanía de: “no tomo nunca más”. Promesa que no sé a quién mierda se la hacemos. Una vez, mi madre me dijo:
-Con los años, cuesta más recuperarse de un carrete- y yo, con el estómago revuelto y un sabor a cenicero en la boca, la miré de reojo sin querer reconocerlo.
-Pero, mamá ¿de qué hablas?… si estoy fresca como lechuga…- le porfié cuando en realidad lo único que tenía de lechuga era el color verde en mi cara.
Sí, con el tiempo cambian las cosas gradualmente. Tanto que hasta comienzas a ponerte un poco más exigente, analítico y observador en situaciones que antes no tenían mayor importancia. Por ejemplo, en la discoteque. Nunca he sido muy fan de esos lugares, la verdad. Me molesta que no se pueda conversar, la aglomeración de gente, el humo que tiran sumándose al de los cigarrillos y- como no mencionarlo- el carrusel de huevones entorno a la pista. Esos tipos que van a la disco a mirar minas y se dan vueltas y vueltas alrededor como una procesión interminable. Me cago de la risa cuando los veo, y más cuando reconozco en algunas mujeres su mejor esfuerzo por poner caras deseables y las saquen a bailar para dejar de bailar con la amiga. Cada vez que regreso a mi casa, me zumban los oídos al ritmo del reggaetón- me acabo de dar cuenta que el Word sabe cómo se escribe esa palabra y me corrigió.
Hay muchas maneras de sentirse ya un adulto, donde hay detalles que marcan la diferencia generacional. A mi amiga Pepa le pasó en su trabajo. Ella es profesora de inglés y tiene que tratar con niños de entre seis y doce años de edad. Un día en su salón de clases, trataba de poner orden ante el bullicio y el escándalo de sillas de cuarenta y cinco locos bajitos que se hiperventilan por todo. Pepa, tratando de aferrarse a la poca paciencia que le quedaba, pedía silencio y atención a las actividades del día. Entre sus alumnos, ella se dio cuenta que uno de ellos escuchaba música por medio de audífonos. Éste fue su regaño:
-¿Y usted? ¡Guarde ese “Personal”!- el niño la quedó mirando con una expresión de pregunta, como si le hubiera hablado en marciano.
-¿Qué es “Personal”, profe?
En nuestra generación del cassette y el lápiz que se ajustaba a la perfección al rodillo de la cinta, “Personal Estéreo” era el aparato para escuchar música, no existían los mp3’s, ni los mp4’s, ni los Ipods, etc. En aquel entonces, había que hacer malabares para ahorrar pilas, luego aparecieron los reproductores de cd’s que nos obligaban a llevar a cuestas estuches con cientos de discos. Un hueveo. Pepa, lógicamente, se corrigió al instante pero no pudo evitar cagarse de la risa por dentro. De inmediato sintió la diferencia concreta, lo que de seguro sintieron nuestros viejos cuando nosotros les preguntábamos qué significaba tal cosa. El niño que regañó debió pensar: de qué mierda me está hablando esta “vieja”? – sí, porque para los de básica o primaria ya somos dignos de ser llamados así y de tratarnos de “usted”.
Es fuerte el cambio cuando llega el momento en que te dicen: “tía” o “señora”, ¿a quién no le ha sorprendido? Recuerdo que un niño jugaba frente a mi casa, su pelota cayó en mi jardín y llamó a la puerta. Salí para atenderlo. Al asomarme, me dice: Tía, ¿me puede devolver mi pelota, por favor? – listo, sucedió, pensé yo, finalmente sucedió. Pasé de Oye, ¿me puedes devolver mi pelota? a la formalidad absoluta. Casi le pinché la pelota de puro maricona. Por teléfono ocurre más a menudo cuando me llaman de alguna compañía, de algún banco o lo que sea:
-¿Hablo con Amanda Catalán?
-Sí, con ella… - respondo.
-Buenos días, SEÑORA Amanda, le informo… - ¡No me informe nada!
Bueno, es más entendible en ese caso, no pueden verme y siempre he tenido la voz un poco más ronca. En fin, hay que acostumbrarse a la idea ¿no? Los cambios sutiles como éstos son los que dan sabor a la vida y uno debe darle una perspectiva cómica… porque entre reír o llorar, siempre es mejor reír.
martes, 10 de enero de 2012
V. Un espacio para ellas
Mi madre se llama Tania, y a sus cincuenta y un años de edad puede sacarme la cresta cuando quiera, ¿por qué?, por el simple hecho de que parece una muchacha de veinte y está más saludable y fuerte que yo. No es broma. Quien la ve pasar por la calle y la conoce de años, diría sin problemas que tiene un pacto con el diablo, que es Dorian Gray o algo por el estilo. Hay ex compañeras de la básica mías que la reconocen al pasar y creen que regresaron en el tiempo sin darse cuenta. Muchas personas le han preguntado a la doña cómo lo hace, cuál es su secreto. Y su respuesta es muy sencilla:
-No trasnocho, no fumo, no tomo alcohol…- listo, ya con eso estoy cagada. Y la lista continúa- Bebo mucha agua, como mucha fruta, té de hierbas después del almuerzo y jugo limón para las manchas de la piel.
El limón es el fruto mágico de mi vieja. A su punto de vista, puede curarlo todo. Hace años, un vendedor del mercado municipal de Maipú, que conversaba harto con mi madre cuando le iba a comprar, le comentó que tenía un quiste en el ojo y que debía operarse. A días de irse a pabellón, una tipa le dio el dato de que el jugo de limón en el ojo cada cierto tiempo le ayudaría. Así lo hizo y contra todo pronóstico el quiste desapareció. Eso fue algo revelador para mi madre y desde entonces, le tiene una devoción absoluta. Por lo tanto, cada vez que me duele un ojo debo correr lejos de su alcance.
Tengo que decir que admiro a esa mujer tan especial. Creo que gran parte de mi deseo por escribir ha sido gracias a ella, a sus historias pasadas, a su biografía que me parece de novela y su forma de ser, tan apasionada, divertida y aguerrida. Mi madre tiene ocho hermanos vivos, porque si contamos los fallecidos durante el embarazo y a los meses de nacidos, habrían sido nada más ni nada menos que diecisiete en total. Mi abuela sí que era fértil, tanto que si se ponía una semilla en la boca le creía pasto en la lengua. Mi abuelo debió tomarse muy en serio lo que Dios dijo: “Id y multiplicaos”, pero parece que nadie le dijo que no tenía que hacerlo solo.
Cuando mi madre cuenta de su infancia, la escucho con atención. Con todo lo que ha relatado, me hubiera encantado conocer a mi abuela Inés. Ella era una mujer casi analfabeta a la que no lograban engañar con los vueltos del dinero del pan y se las ingeniaba para alimentar tantas bocas con tan poco en la cocina. Sólo he visto una foto de ella, de carnet y en blanco y negro, por supuesto. Ella murió de un problema cardiaco a los cuarenta y cinco años. Realmente joven. Era linda, como esas mujeres antiguas salidas de películas como Casablanca, según lo que me cuentan era pelirroja y de profundos ojos verdes- ahora me pregunto dónde mierda se extraviaron esos genes porque ni mi hermana ni yo heredamos esos colores.
domingo, 8 de enero de 2012
IV. El 8 de enero es especial
Hace 12 años atrás ocurrió algo importante en mi vida, algo que cambió mi visión de las cosas y me ayudó a descubrir en mí una capacidad y deseo por completo desconocidos hasta ese momento. Estaba en 4to medio, último año de secundaria y mientras que estaba inmersa en las ganas de pasarlo bien, de disfrutar con mis compañeros los carretes que hacíamos cada semana, la profe de Castellano- ahora creo que la materia se llama Lenguaje- nos dio las opciones de lectura que teníamos para ese mes. Yo me consideraba una buena lectora junto con Claudia. Leía todos los libros que nos indicaban y otros que, por interés propio, compraba. Recuerdo muy bien que entre las dos muchas veces teníamos que hacerles un rápido resumen a las demás para que salvaran la nota, por lo menos con lo justo. En fin, aquel día, la profe Mirta- una señora rubia, bajita y tan colorida para vestirse que encandilaba la mirada- nos nombró dos novelas para escoger:
Gracias a ese libro y a Isabel, descubrí que deseaba escribir, expresarme de la misma manera, tocar la fibra de las personas que se atreven a leerme, hacerlas reír, llorar, conmoverse, odiar, temer, etc… Escribir es jugar a ser Dios, crear personajes y darles una vida que manejas hasta que son ellos mismos los que toman sus propias decisiones y te conviertes en una herramienta de la inspiración. No sé si lograré ser novelista algún día, no sé si me atreva siquiera a exponerme al juicio de una editorial, pero acumulo el valor poco a poco. Hay tantas historias dando vueltas, tantos personajes que quieren ser paridos desde la imaginación que sólo se debe tener el tiempo suficiente para hacerlo bien. En fin… me di una vuelta enorme sólo para decir que hoy Isabel Allende comienza una nueva novela y yo estoy ansiosa.
jueves, 5 de enero de 2012
III. En la ruta a los treinta
El cambio de folio siempre es algo importante, incluso cuando se era un niño el hecho de pasar de los nueve a los diez años sonaba todo un acontecimiento. De los diecinueve a los veinte sigue pareciendo atractivo, la década del desenfreno y la continuidad del descubrimiento, sin tanto sermón de parte de los padres porque se podía decir con seguridad que se era mayor de edad. Ahora, en la ruta a los treinta, la cosa comienza a ponerse fea. Empiezan los cuestionamientos más seguidos: ¿Cuándo te casarás?, los desafíos más pesados: ¿Cuándo pagarás por tu casa propia?, los reproches más molestos: Ya estás grandecita para…, y las comparaciones de mierda: Cuando yo tenía tu edad… - una verdadera paja.
-¿Qué condición?
-Que ella es lesbiana y tiene algo con Amanda (mi persona)
Nos cagamos de la risa con Carla cuando me contó- claro que después de que ella lanzara puteadas por la conversación que se generó a costillas suyas. Y si fuese lesbiana, ¿qué?, reclamó enojada. Nos hicieron comprender que la mentalidad del ser humano es tan estereotipada y regida por un plan controlado que salirte del modelo te encasilla de inmediato, como un montón de ovejas arreadas por un jinete hacia una misma dirección. Pobre de que se salga una de la línea porque será una oveja descarriada, loca como una cabra de monte. No digo yo… para sobrevivir a esta etapa hay que tener buen humor y tolerancia frente a los intolerantes.
II. Pláticas de After Office
Pasaje Orrego Luco, Providencia
Miércoles, 04 de enero.
domingo, 1 de enero de 2012
I. Partimos de nuevo
2012. Nuevo comienzo. Aquí estamos, preguntándonos si las películas gringas serán una realidad o sólo la imaginación de cineastas con ideas manoseadas y paranoicas. Como hoy inicia un nuevo año, comenzaré una nueva forma de retratar la inspiración, de volverla una aliada y no una fugitiva la cual tengo que perseguir por cada recodo de mi mente. Este año cumpliré veintinueve años de vida en abril y el estar al borde del cambio de folio te hace ver las cosas de un modo diferente. No sé si es la madurez o qué, pero la vida me emociona mucho más, me he vuelto una llorona de proporciones épicas, donde una película, un reportaje, incluso una brusca respuesta puede causar en mi pecho ese latido intenso.
Vivo en Santiago de Chile, tengo una carrera universitaria en informática y un trabajo que se enfoca en ella. Sin embargo, tengo el alma y el corazón impacientes por escribir, por contar historias y convertir fantasías en realidades. Claudia, una de mis mejores amigas, me dice que debo tener mayor confianza en mí misma para conseguirlo pero mi problema es un poco más simple, o quizás igual de complejo: falta de tiempo y de inspiración. La ley de Murphy muchas veces aplica en mi vida: cuando tengo tiempo, la inspiración no me acompaña y viceversa. Ahora que estoy un poco más madura- lo digo yo, no sé si cuenta- tengo ganas de relatar otras cosas. No creo que mi propia vida sea tan interesante, pero sí tengo personas a mi alrededor que lo son y la vuelven cada día una enseñanza.
Como esta madrugada, primeras horas de un año que recién comienza y Pepa, otra de mis mejores amigas, me hizo ver el valor de la confianza y que el amor es una puta molestia cuando le duele sólo a una persona. Eso me hizo meditar cosas que quizás por estar concentrada en otras no atendí. Años atrás, nuestros padres tenían una vida estructurada, donde cada paso estaba planeado, cronometrado y sistematizado. Para una mujer el amor es el doble de complicado. Cuántas veces no escuché a tías, a mi madre, decir: Casarte era la única forma para irte de la casa. Esa generación siguió un patrón donde, a mi edad, ya tenían dos hijos y un matrimonio consolidado, una casa por la cual velar y cuentas que pagar. Yo no tengo nada de eso, ni siquiera pretendo compartir un techo en el corto plazo y ese es mi único “plan” hasta el momento. Nuestra generación ha roto ese esquema y ahora estamos como barcos a la deriva, con miedo a amar, a dejar el nido, y darte cuenta que no sirvió de nada. ¿Qué hacer al respecto? ¿Arriesgarse? ¿Protegerse siempre? Creo que con preguntas como esas, hacen que quieras volver a tener trece donde el primer beso era el gran tema. Y Aquí seguimos… dieciséis años después esperando el último primer beso.