miércoles, 8 de agosto de 2012

XIII. La puta canción


Hay ciertas etapas marcadas por canciones que nos movieron el piso, nos estremecieron, nos identificaron, nos hicieron llorar, etc. La mía fue la que describiré ahora, “Mi soledad y yo”, canción de Alejandro Sanz que fue hit en los años noventa. Ese tema en particular, aparte de ser muy lindo en cuanto a letra, música y contenido, me marcó no de modo cursi sino porque fue la canción de mierda más escurridiza de mi vida, ¿por qué? en esos años, cuando se escuchaban casetes y el internet era cosa que pocos conocían, encontrar un tema específico en el inmenso universo de la música era un completo y desesperante hueveo. Todos mis compañeros de generación me encontrarán la razón en que se tenía la cinta virgen lista en la casetera del equipo para pillar LA canción que anunciaba el locutor, y cuando eso pasaba corrías botando hasta tu vieja en el camino para apretar REC, ¡Fuera de mi camino!, gritabas. Bueno, me pasó eso y lo peor de todo es que estuve ni más ni menos que cuatro meses sin saber cómo chucha era esa “nueva” canción de Sanz que a todo el mundo le encantaba.

Para alguien que no tiene la misma curiosidad marciana que yo, no le parecerá terrible no saber una cosa puntual: Ya la escucharás, me decían algunos sin darle importancia, pero me ponía de mal humor invertir mi tiempo en esperarla en las radios mamonas como lo eran Aurora FM o Pudahuel- tragarme a la insoportable vieja chismosa del Pablo Aguilera fue lo más difícil. Otros sugerían lo obvio: Pero cómprate el casete. Ya, ehm… sí, gracias por decir lo más absurdamente lógico en la historia de la humanidad. No era esa la idea, nunca fui una fanática de Sanz sólo era la puta curiosidad, porque todas mis compañeras llegaban cantando la mierda mientras que yo esperaba el sueño escuchando por mi Personal Estéreo cambiando el vial de estación en estación. Lo más terrible no era no dar con el tema, sino que era oír justo al cambiar: “Y eso fue Mi soledad y yo de Alejandro Sanz…” – ¡Por la puta que te parió!, gruñía yo.

Estas nuevas generaciones no tienen idea del calvario que tuvimos que pasar nosotros (los casi treintañeros) para encontrar LA canción o LA película corriendo entre la Feria del Disco, el huevón pirata de la feria, los videoclubs y que te digan que la película la arrendaron, que no ha llegado, un sinfín de desgracias que te desanimaban más que la cresta. Ahora, si no te sabes el título de la canción pero sí un par de líneas del coro, a Google, las escribes y la mierda sale por un tubo con vaselina, te aparece hasta la dirección de la casa del cantante para que vayas y la escuches de su misma boca. Información Just In Time. ¡Qué injusta es esta huevada! ¡Maldita tecnología que no llegaste antes! ¡Hubiera puteado menos con los pliegos de papel en las disertaciones del cole! ¡No hubiera tenido que cortar un trocito para pegarlo encima de la letra maricona en donde me había equivocado! ¡Maldito plumón permanente! ¡Putas transparencias aburridas! Es cosa de ver lo que se puede hacer actualmente en Powerpoint, Flash, Photoshop, Blender (una mierda de diseño en 3D), etc. Si estos pendejos no hacen los trabajos como la gente y más encima reprueban, es hora de asumir que el futuro de Chile está recagado. Nada qué hacer.

Sin embargo, fuera de todo lo que pueda putear, no sé cómo hubiera sido si Facebook, MSN, Twitter, Whatsapp, hubieran existido en mi adolescencia, tal vez habría sido más fría, más conflictiva, tal vez todas estas facilidades de comunicación hubieran hecho exactamente lo contrario, incomunicarnos más. Posiblemente ahora no sabría lo que son las exquisitas cartas escritas a mano, estaría enviando sólo besos virtuales y expresiones faciales que poco a poco me atrofiarían las de mi cara o me cagarían la ortografía como he visto en muchísimas personas cuando escriben. Por ejemplo, el otro día leí por ahí: “k te valla bien ;)” – NO ME HUEVEES, POR FAVOR!! QUÉ MIERDA ES ESO? QUÉ EDAD TIENES? – perdón… tengo un pequeño problema con la gente que no se preocupa de escribir correctamente. En fin, pensándolo mejor, creo que no me hubiera gustado haber tenido todas las redes sociales y facilidades digitales que existen hoy, porque todas las cosas que nombré le dieron sabor a mi adolescencia, todas esas dificultades hicieron que valorara mucho más el diploma de mis estudios, las pestañas quemadas que gané por leer libros sacados de la biblioteca y obviamente este escrito no hubiera tenido ningún sentido.

lunes, 6 de agosto de 2012

XII. Una simbólica razón para recordar


Uno de mis mejores amigos de la vida se llama Marcial. Nos conocimos en primer año de secundaria y desde entonces que no ha podido deshacerse de mí. Estuvo de cumpleaños hace poco – 28 de julio, en mitad de nuestro invierno en Chile- y es otro más que ha cruzado la línea del “cambio de folio”. Este año fui a saludarlo a su nueva casa. Sí, mi amigo desde los catorce años de vida se compró su casa propia para comenzar la temida etapa del adulto joven, ¿por qué digo temida etapa? Marcial no quería cumplir los treinta años, como tampoco lo quiero yo, y cada vez que le recordaban la suma de sus velas se apuraba un trago de cerveza. Durante la noche de festejo, su rostro tenía un enorme signo de interrogación que partía de la frente hacia el mentón, de seguro se preguntaba dónde habían quedado los cinco años luego de los veinticinco, adónde se fueron, qué había hecho, qué había descubierto, a qué enfermedad había logrado encontrarle una cura. Traté de subirle el ánimo con bromas, anécdotas y ese tipo de cosas, pero a pesar de que se reía, notaba en sus ojos la luz de la nostalgia.

La etapa del adulto joven es ciertamente confusa. Eres muy viejo para algunas discos, cervecerías y pubs en donde ya comienza a molestar la música muy fuerte, y a la vez eres muy pendejo para antros nocturnos donde hay karaokes de música de ochentera y dobles de Elvis Presley. Lo de la música alta es una de las primeras señales en que estás entrando a otra fase de tu vida- por no decir “envejeciendo”- y es esa que te hace mirar molesto al DJ desde lejos con ganas de gritarle: “Oye, huevón! Si no hay nadie bailando baja la huevá un rato!”- ahí, justo ahí, justo en ese momento se dejaron atrás los veintiún años.

Volviendo a lo de Marcial, cuando llegué a su nuevo hogar me hizo un tour por las habitaciones de la segunda planta subiendo por esas complicadas y mareadoras escaleras de caracol, (recuerdo muy bien que cuando Gianinna vivía con sus padres, tenía de las mismas y corría por ellas al subir y al bajar, yo gateaba por temor a sacarme la cresta y rodar abajo como chicle de máquina) al llegar arriba, luego de echar un vistazo a las piezas principales, Marcial me mostró una en particular. Se trataba de un cuarto pequeño, más para utilizarlo como cuarto de estudio o de escritorio que para dormir en él. En una de sus paredes, mi amigo instaló una repisa de madera lo suficientemente larga y alta para ubicar y ordenar contextualmente todas sus películas en DVD. Marcial, desde que lo conozco, que es un fanático del cine. Más abajo, toda una fila de libros, novelas que solíamos comentar y recomendar. En la pared contraria, colgados uno al lado del otro, tenía posters de La Naranja Mecánica, Tiburón, El Padrino y otros clásicos. Me tomó sólo un segundo sentirme en su antigua pieza de adolescente otra vez, esa pieza en la cual hacíamos carretes de quince años con los chicos y nos reíamos hasta despuntar el alba, escuchando Nirvana, obviamente. Sentí que había retrocedido en el tiempo, trasladada de un lugar a otro en un solo chasquido y me di cuenta que ese Marcial, el desordenado, el infantil, el versátil, el actor de tablas por naturaleza, el que imitaba los gestos de Jim Carrey sin ninguna vergüenza, estaba todavía allí, en algún lugar de ese hombre de treinta con nuevas responsabilidades, nuevos desafíos y miedos.

Muchos recuerdos se me vinieron encima mientras Marcial me hablaba de lo que le tomó hacer el mueble con su viejo y distribuir las cosas en su interior. Recordé aquellos carretes diurnos que hacíamos los miércoles antes de entrar a clases. Partíamos a las diez de la mañana a la casa de Danilo y allí nos quedábamos hasta las dos de la tarde para luego ir al cole con cara de zombie. Hubo un día en particular donde Marcial, dándoselas de barman junto con el dueño de casa, prepararon pisco sour con un kilo limones que al estrujarlos dieron la increíble cantidad de dos dedos de alto en la botella, fueron los limones más secos en la historia de los limones secos de la sequía misma. Todo el resto fue puro pisco y algo de azúcar para que pasara, ¿resultado? Una Amanda que se aferraba a la taza del baño como si la gravedad no hubiera existido jamás y Newton vendía manzanas en la feria. Sólo Marcial y yo fuimos los tercos en ir al cole igual, así como estábamos, – el sentido de responsabilidad fue más fuerte- el resto de los chicos se quedó porque el mortífero pisco sour había convertido la casa de Danilo en un carrusel de la puta y no podían bajarse. En fin, nos fuimos por la mitad de la calle efectivamente con caras de zombie, lo único que nos daba algo de color era la mierda de chaleco burdeo porque si no nos confundíamos con la blusa blanca. Llegamos al paradero, uno apoyado del otro en una perfecta “A” e hicimos parar cualquiera que dijera “Maipú”. Para fortuna nuestra, ningún inspector nos detuvo en el portón al ingresar y pasamos desapercibidos.

Fue muy regocijante que varias anécdotas y vivencias como ésta me ocuparan la cabeza en un segundo sólo por una pieza decorada como antes. Sin embargo, no puedo decirle sólo una pieza, es la pieza de ese Marcial, mi amigo Marcial, al que no le importó correr por una playa con la parte de arriba de un bikini y un cintillo en la cabeza con tal de hacer reír, o disfrazado de odalisca para sorprendernos a todos en mi fiesta de disfraces, o cagar una foto oficial de matrimonio con una cuchara pegada en la nariz. La risa siempre fue la mejor medicina para él y debo decir que por sus venas de artista, corre toda una farmacia que me cura el alma. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

XI. Mi amiga que se casó


El matrimonio siempre ha sido algo serio, una decisión importante en la vida, el paso que todos tememos dar por miedo a caernos y rebotar en el suelo de hocico. Definitivamente hay que ser valiente, y más que eso amar al punto de desvariar un poco con el final feliz. No lo critico, me gusta que la gente todavía tenga esperanzas, ganas adquirir un compromiso tal que te haga madurar a la fuerza. En mi grupo de amigos tuvimos un casamiento al cual fuimos como invitados de honor. Gianinna, una de mis mejores amigas la cual no había nombrado sino hasta ahora, se casó con su novio de muchos años. Siempre la molestábamos con que se habían conocido en la incubadora e intercambiado los chupones. Amor a primer puchero. Cuando nos contó de la boda durante una tarde de parrillada, a ninguno le extrañó, la verdad. Era lo que faltaba para cerrar con un anillo el eterno noviazgo.

Aquella ceremonia fue realizada en verano, en el mes más caliente de todo el año en esta parte del planeta: enero. Cuando se casa tu mejor amiga quieres verte bien, estar “ad hoc” con el importante acontecimiento porque de seguro aparecerás en casi todas las fotos. Recuerdo que me reuní con mi amigo Danilo en mi casa, para que mi otro amigo Marcial nos recogiera juntos en su auto. Resulta que éste último nos pidió que saliéramos a su encuentro en una transitada avenida sin ningún puto árbol que hiciera sombra. Fue una verdadera lata. Parados en la orilla del camino, con 30° de calor, mi maquillaje sudado y mis zapatos entierrados, no quería más que ahorcarlo con mis propias manos. Por fin Danilo y yo nos veíamos ordenados entre los jeans y zapatillas gastadas que siempre usamos. El asunto es que la ceremonia empezaba a las 18:00 y eran aproximadamente las 17:55 cuando a lo lejos vimos el vehículo de Marcial entre el espejismo. Volamos prácticamente a la iglesia sorteando el tránsito como locos. Llegamos, estacionamos en cualquier parte y nos dimos cuenta que nos habíamos perdido la entrada de la novia. Ingresamos, uno a cada lado del otro, y nos ubicamos entre las butacas. Pepa nos escuchó en ese santificado silencio y al voltear para mirarnos la saludamos con una sonrisa, ella en cambio nos devolvió una mirada furibunda que nos mandó a la mierda sin necesidad de palabras. Nos había llamado hasta el cansancio para que nos apresuráramos.

Afortunadamente el sacerdote se ahorró la clase de religión y los casó sin mucha demora. Beso, aplausos y luego la caminata por el pasillo hacia la salida. Fue emocionante ver a esa chica, a quien conocí a los catorce años, vestida de novia y con una expresión que mezclaba a la perfección la alegría con el miedo. Yo no me emociono mucho en las bodas, pero en ésta sentí su nudillo loco apretándome el pescuezo. Claudia la miraba con un orgullo casi maternal y eso me mataba más. En fin, la fiesta no tardó en llegar, la recepción fue buenísima, con aperitivos, tragos y los novios que llegaron minutos después tras esa tradicional vuelta en auto que- a mi opinión- es para puro huevear. Nosotros esperábamos tomándonos fotos, fumando y perdiendo el tiempo de alguna manera. Pasamos al interior del local y en la mesa que nos ubicaron nos estaban esperando varios entremeses. Para qué mentir… nos los zampamos sin ninguna piedad en menos de quince minutos. Lo irónico fue que después de unas palabras del padre de la novia dando la bienvenida, cierra con lo siguiente: “Gracias y ahora, disfruten del cóctel”, y sobre nuestra mesa ya corrían bolas de paja. Los muy huevones mirándose las caras mientras los demás comían con el permiso del orador, como tenía que ser.

Obviamente que dentro de la celebración llega el momento de la liga y el ramo al cual, por supuesto, no hice el mínimo esfuerzo de atrapar. Me patea ver que haya minas que se enredan en una batalla muy poco estética por un moñito de flores. Y así se habla de que el punto de vista femenino hacia el matrimonio ha cambiado. Bueno, la fiesta fue todo un éxito, bailamos y bebimos hasta que subieron las sillas, y Gianinna cumplió su sueño desde que estábamos en el cole. Ella siempre fue muy clara en lo que quería de la vida: casa, marido e hijos. Menudita, con tierna sonrisa pero de un carácter tan fuerte que todos temblamos cuando le da la locura, sobretodo cuando se trata del aseo. Se puede hacer un trasplante de corazón sobre el piso de su casa, siempre impecable. De hecho, ella sería la única persona que comentaría esto en la siguiente situación:

Carrete en casa de un amigo, tarde de cervezas, bromas y risas. Conversando en la cocina, uno de los chicos derramó algo sobre la cerámica, el dueño de casa- sin hacerse problema- saca un balde con ruedas y con una especie de escoba metida dentro. Gianinna saltó sin poder contener la emoción:

-¡QUÉ LINDO TU TRAPERO!- dijo, agarrándolo ella para limpiar el derrame como si fuera el mejor invento del mundo. Nos cagamos de la risa.
-¿Me estái  hueveando?- preguntó mi amigo.
-¡No, siempre me han gustado estos traperos!- reafirmó Gianinna, feliz mientras secaba el piso dejándolo reluciente.

Siempre hemos sabido que es una loca por el aseo y ornato, la caga, pero se le ama tal como es. Cuando hay algo sucio o desordenado, es mejor dejarla sola limpiando que insistir en ayudarla, porque te mandará a la chucha por inútil. Por lo tanto, después de su matrimonio, de los temores que mencioné en un inicio y la madurez que debe adoptar, no pudimos más que desearle mucha suerte… al novio.


miércoles, 25 de abril de 2012

X. En la ruta a los treinta - parte 4


Hilos de plata, los llama Ricardo Arjona… ¡Hilos de plata!… para una persona que por herencia no es propensa a tener canas, encontrarse una es todo un desagradable acontecimiento. Un día estaba secándome el pelo frente al espejo cuando noté que entre todos mis cabellos lisos, maleables, finos y delicados, se dejó ver una cana, y no hablo de una cana piola, delgada, q se mueva al viento junto con el pelo… no… hablo de una de esas bien mariconas, gruesas, obesas, hasta crespas que llegan a sobresalir, como periscopios del agua. Sabemos que las canas heredadas son despigmentaciones del cabello, por lo tanto, como ya mencioné, mi herencia no es canosa, así que ésta que me apareció es representación pura de rabia, malos ratos, estrés y – por qué no decirlo- un recordatorio que nos acercamos peligrosamente a los treinta putos años.

El pasado 8 de abril cumplí veintinueve. Llegué al borde del abismo, al borde de la avalancha de presiones, donde la primera sílaba “VEIN” a la que estaba acostumbrada cambia rotundamente a una fuerte “TREIN” que agita la lengua contra los dientes. Sonido horrible. En fin, celebré con mi gente, bailé, me reí y bebí hasta ver todo con su reflejo correspondiente. La noche del jueves 5 fuimos a un bar en el cual pensaba festejar y al llegar allí, un muy poco amigable candado cerraba las rejas de la entrada. Buscando otras opciones, recorrimos gran parte del Barrio Bellavista- lugar donde se agrupan un montón de pubs y discoteques en Santiago- y rebotamos en varios por no gustarnos. Plantamos finalmente nuestra bandera en uno llamado La Barra. La pasamos bien pero me confirmó que ya la edad te hace un poco más intolerante y exquisita. No había dónde sentarse, cosa que daba lata porque uno quiere bajar el ritmo un momento y conversar un poco, esto nos lleva al otro punto: No se podía conversar, por el punto anterior y por el volumen excesivo de la música. Hacía un calor de mierda, y los baños asquerosos, sin papel higiénico, me advirtieron que era un lugar más de universitarios que de adultos jóvenes empleados. Cómo nos cambia las percepciones en poco tiempo, ¿no? 

Mis amigas Pepa y Carla siempre me dicen que “mire el carnet” cuando se me ocurra algo que requiera esfuerzo físico. Hace unas semanas, tuve la ocurrencia de hacerme la deportista y fui a trotar. Me cambié de ropa por una más adecuada para el ejercicio, me enchufé los audífonos en los oídos y salí de mi casa para correr alrededor de un largo y ancho bandejón a pocos minutos de distancia. Muy creída, le di vuelta y media hasta que el cigarro me recordó que mi estado físico está como la mierda. Volví a mi casa, tomé una ducha, me tiré en mi sofá maravilloso sintiéndome bien conmigo misma por lo sana que me juraba y ahí, cuando me estaba felicitando, sentí una puñalada en mi cadera izquierda. El dolor no me dejó ni sentarme. No podía moverme. Como tortuga de espalda rodé por el sofá para poder pararme y el malestar disminuyó un poco, pero quedé resentida y coja el resto del fin de semana. Pepa fue a verme esa noche para conversar unas cervezas. Se cagó de la risa al verme con un guatero caliente en la dolencia. Sólo me faltaban los palillos con el tejido y Sábados Gigantes en la tele.

-¿Qué te pasó?- me preguntó cuando me vio caminando a un paso por minuto.
-Me lesioné la cadera.
-¿Y cómo?- ahí fue cuando dudé en responderle. Veía venir el hueveo como tsunami.
-Trotando.
-Pero, gordita… ¡Hay que mirar el carnet antes de creerse de quince!

Sí, fuera de la intolerancia a los carretes masivos como las discoteques, como conté en una crónica pasada, también está que con los años y la cercanía de la nueva década, el metabolismo ya no es tu amigo. Los kilos son más difíciles de bajar y los huesos se resienten si no acostumbras a hacer ejercicio, trotar como fue mi caso. El asunto del dolor me llevó al médico, un traumatólogo que me hizo mover la pierna de manera desarticulada dejándome peor. Me mandó a tomarme una radiografía en donde una señora de voz dulce me recostó en una mesa más helada que la chucha con una enorme máquina fotográfica encima. Me ubicó en una posición que no volveré a repetir en la vida y diciéndome: Quédese así un momento… se fue no sé adónde como por 15 minutos. Claro, la escuchaba conversando con otra enfermera sobre la alergia de su hija y no sé qué huevada más. Yo sin moverme, para no cagar la foto. Ya, vístase no más- me dijo y así lo hice, tratando de taparme infructuosamente el culo en esos pijamas abiertos por detrás.

Supuesto: posiblemente podré predecir las heladas en invierno. Gracias al trote, sólo le consultaré a la cadera.

Moraleja: no creerme una corredora experimentada sin precalentamiento y más encima usando Converse- sí, lo sé, con eso la cagué más.

miércoles, 21 de marzo de 2012

IX. Transantiaguina

Como bien dice Wikipedia: Transantiago es un sistema de transporte público urbano que opera en el área metropolitana de la ciudad de Santiago, capital de Chile. Este sistema fue implementado el 10 de febrero del año 2007 con toda una nueva ruta de paraderos y forma de pago. Y debo decir que entre las rabias que me hace pasar, me recago de la risa.
Han pasado 5 años desde que estos transportes públicos recorren la ciudad, comuna a comuna, y cada día me ayuda a conocer más a la gente, sus actitudes, sus personalidades y estados de ánimo. Me considero una persona observadora, detallista y con un peculiar sentido del humor, creo que eso me ha favorecido a la hora de escribir alguna historia o alguna anécdota. Pero les digo, no es cosa de sólo abordar un autobús y dirigirse a destino, sino que la aventura que significa el trayecto mismo. Me han pasado tantas cosas y he presenciado tantas otras que si me las rayara en el cuerpo parecería cebra. Y por esto mismo, he diferenciado los tipos de pasajeros que existen habitualmente y les daré un ejemplo:
-“El buena onda”- ese que rara vez se ve, es cortés, te cede el asiento y por lo general vienen de regiones fuera de Santiago.
-“La vieja persa”- esa que sube a la micro cargada de huevás más un carro de feria a la hora que sea.
-“El flaite esquizofrénico”- ese que se cree una de estas tres cosas: embarazado, minusválido o anciano, por eso ocupa sin reparos los asientos reservados (de color naranjo)
-“El del síndrome Mr Wilson”- ese que lleva la mochila o alguna huevá inanimada en el asiento de al lado como si fuera su mejor amigo y pagado su pasaje.
-“El flaite Surround”- ese que lleva el celular a todo volumen con su envolvente sonido Full HD de reggaetón, cumbias y bachatas.
-“El lector loro de pirata”- ese que siempre se posa sobre el hombro del que lleva un diario del día y lee con él sin disimulo.
-“El pollo en corral ajeno”- ese que toma la micro pero no sabe para dónde mierda va ni dónde se tiene que bajar, y por ende, te pregunta a cada rato.
-“El mono porfiado”- ese que se duerme a mitad de camino y se tambalea para todos lados y siempre vuelve a su estado original.
-“El ex secuestrado”- ese que teme tanto no alcanzar a bajarse que no le importa empujar, golpear y patear con tal de salir antes de que lo lleven a otro lado.
-“La vieja sin amigos”- esa que te pregunta una parada y luego te cuenta su vida, sus desgracias y finalmente la razón del por qué se dirige hasta X lugar.
-“La vieja piloto de avión”- esa que no puede viajar de pie.
-“La vieja falta de sexo”- esa que todo le molesta, todo lo reclama, no quiere ir ni sentada, ni parada, ni con gente, ni sola…
-“El ascensorista”- ese que sube a la micro y se queda al lado de la puerta aunque se tenga que bajar en 20 cuadras más.
-“El perseverante”- ese que sabe que ya no hay más espacio pero persevera, se apretuja y lo logra.
-“El electromecánico de buses”- ese que está convencido de que el timbre está conectado con el freno.
Creo que me faltaría blog para nombrarlos a todos, dejaré un etcétera mientras tanto para no olvidar mencionar también a nuestros artistas y vendedores ambulantes que tan bien nos hacen invertir nuestro dinero:
-“El rascador de alambres”- ese cantante cuya vieja guitarra por más que la toca ya no suena, pero insiste.
-“El Chayanne”- ese que anda con un micrófono de cintillo que se acopla y se escucha como la mierda en el súper amplificador que anda trayendo a cuestas.
-“El payaso Stephen King”- ese que cuando se sube te da más miedo que risa.
-“El estorbo”- ese que se pone a cantar justo en la pasada o en la puerta.
-“El único talento de la familia”- ese que se sube con guitarra, armónica al cuello y pandero en las patas. Nadie lo acompaña pero la hace todas.
En fin… tantas cosas. Debería agradecerle a nuestro gobierno el hecho de que me dé tanto material para reírme un rato de nosotros mismos, porque no hay nada mejor que tomar las cosas con humor. Santiago es una ciudad de estrés, como la mayoría de las capitales, pero si uno observa su alrededor y le da otra perspectiva a los acontecimientos, se dará cuenta que la rutina: de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, puede ser un poco más divertida. Y si no... bueno, Valdivia es una bella ciudad donde vivir.

viernes, 24 de febrero de 2012

VIII. En la ruta a los treinta - parte 3

Me he dado cuenta que estoy luchando cada día más por volver a ser una niña. Por eso me alegra que llueva. En Santiago de Chile es muy extraño que llueva en verano y cuando lo hace en invierno es poco, y con ese poco nos ahogamos todos. Los drenajes de esta ciudad no filtran una mierda transformándose en Venecia. Sobre lo de volver a ser niña lo menciono porque siempre deseo saltar sobre una poza pero no puedo hacerlo si es día de semana. En la ida llegaría con los pies mojados a la oficina y la gripe no me la quitaría nadie. De vuelta, es tan largo el recorrido a Maipú que sucedería lo mismo. Pero en realidad… pensándolo bien, qué importa. Siempre hay tiempo y salud para una poza ¿no? Esa será desde hoy mi filosofía.

Por ejemplo, mi mejor amiga Claudia siempre tiene tiempo para pisar una hoja seca. Eso la hace dichosa. Recuerdo muy bien que cuando íbamos al colegio, de regreso a casa caminábamos por el bandejón de la Avenida Pajaritos y entre los meses de marzo y junio, nadie podía quitarle el placer de pisar una hoja seca. El sonido la extasiaba, sonreía de manera ancha y seguía su camino feliz de la vida. Todo el mundo tiene su pequeña máquina del tiempo con detalles como éstos. Nos convertimos en Marty McFly para luego regresar a la realidad deseando haber cambiado algo de alguna forma. A medida que pasan los años, más se quiere rememorar el pasado. Ahora entiendo a mis viejos cuando hacen comparaciones de épocas y de generaciones. Antes me lateaba escucharlos en sus diálogos como:

-¡Nosotros éramos nueve hermanos y no teníamos un solo peso!- exclamaba mi madre.

-¡Lo que dejaba de usar uno quedaba para el otro!- apoyaba mi viejo, por otro lado.

-¡En navidad nos daban un solo regalo y con eso teníamos que conformarnos!

-¡Nos mandaban a la cama antes de las noticias! ¡Y sin derecho a reclamo!

Hay una cosa que sí comparto y fue porque lo viví en carne propia. El respeto que existía por los mayores en ese entonces. Creo que fue con mi generación- a todo reventar, con la de mi hermana- que murió el respeto absoluto por los padres. Es cosa de dar la vuelta en una esquina o ver “Perla” en el Canal 13 para darse cuenta cómo los pendejos mandan a todos al carajo con sólo chasquear los dedos. Cuando tenía 12 años y quería salir con mis amigos de la villa, era todo un trámite de Notaría en mi casa. Más, diría yo. Un trámite de Congreso. Lo que mis padres me decían tenía que cumplirlo. Mi viejo, celoso hasta decir basta, me condicionaba los permisos y me decretaba una hora que no podía objetar. Era una ley que no se cuestionaba. Yo proponía un proyecto, ellos lo analizaban largamente hasta promulgar su aprobación con un permiso mínimo a cumplir o era el rechazo absoluto de la misma, sin derecho alguno a refutación. Mis permisos eran alarmantemente cortos. Cenicienta, por donde me vieran. Las fiestas comenzaron en mi vida social y mi viejo me iba a buscar a cada una de ellas. Recuerdo un momento muy particular que ilustrará por lo que tuve que pasar…

Mes de abril. Cumpleaños número 15 de Andrés, un amigo de la vida con el cual he crecido. Yo tenía 13 años en ese entonces, recién empezando octavo básico, último año. Fuimos con el grupo de amigos a su casa para celebrarlo y yo estaba contenta porque había conseguido un poco más de permiso que del acostumbrado. Andrés vive a dos pasajes más una calle de mi casa, para que tengan una idea de la distancia. El carrete estaba buenísimo. La música sonaba por todo el cobertizo, mucha gente había sido invitada y el trago era la novedad para muchos, al igual que el cigarro. El que fumaba era el huevón más genial. Al pasar del rato, desde la puerta de la casa aparece la hermana de Andrés pidiendo que bajaran la música un poco y que llamaran a X chica porque la buscaba su papá afuera. La vergüenza ajena de verla cruzar toda la fiesta hacia la salida siendo hueveada por sus amigos al pasar, me puso un poco nerviosa. La sola idea de que me pasara lo mismo, me provocó mariposas en el estómago. No creo que venga mi viejo, estoy al lado de la casa, además le dije que sería puntual y conoce al Andrés, pensé yo. Pero con don Juan Catalán no hay que confiarse. Es una lección que he tratado de aprender durante mis casi veintinueve años. Cuando estaban a punto de poner “los lentos” o “los blues”, momento importantísimo para bailar con el niño que te gustaba y darle un beso bajo la atención indisimulada de todos, otra vez se asoma la cabeza de la hermana de Andrés con la lapidaria frase que estaba temiendo: Amanda… te busca tu papá. Sería todo. Rogaba porque se abriera un hoyo en la tierra y así perderme en las entrañas del inframundo. Me huevearon, obvio. Salí y él estaba ahí. Todo amoroso y con una chaqueta en el brazo para que me la pusiera en los hombros. Ni que fuera una rockstar.

Lo que cuento es fiel reflejo de cómo fue la relación padre-hijo en nuestra generación. Ellos mandaban, nosotros obedecíamos. El permiso se ganaba y con insolencias se perdía al instante. Ahora que hago memoria, mi hermana no pasó por eso, por esa situación “papá te busca en la puerta de la fiesta”. Claro, yo como hija mayor, fui el experimento de esos dos, el conejillo de Indias, la rata de laboratorio a la que inyectaban horas de permiso restringido para evaluar mis reacciones. Y como sobreviví a su inexperiencia y adolescencia sin mayores tropiezos, soltaron más a la menor para que regresara a casa de madrugada, incluso junto conmigo, ¿qué tal? No, si no hay respeto con el primogénito.

De todas formas, estos recuerdos me hacen reír. Pese a lo “súper humillados” que pudimos sentirnos en esos años por nuestros viejos, podemos contar esas anécdotas como historias de vida el día de hoy. Me gustó la generación en la que crecí. El respeto, los permisos y el constante estado de impresión que residía en nosotros. Todo nos sorprendía porque todo era nuevo y excitante. Es curioso, pero aún con toda la tecnología del mundo y siendo Ingeniera en Informática de profesión, extraño las grabaciones que se hacían desde la radio, y su mortífero: Carolina Discoteque, que te cagaba toda la onda.


miércoles, 15 de febrero de 2012

VII. Marcas en la vida

Hay acontecimientos que te cambian de por vida.

¿Por qué lo digo? Cuando tenía diecisiete años, un compañero de curso fue asesinado. Así como lo leen. Fue una cosa fortuita, totalmente inesperada, como si te arrancaran una vendita de una herida de un solo tirón dejándote la carne viva. Él se llamaba Esteban Ojeda. Era un muchacho moreno, de limpia y perfecta sonrisa, ojos oscuros y nobles acciones. Podría decirse que era el más tranquilo y caballero de todos los compañeros que tuve a mi lado en esa época. Recuerdo muy bien la fecha de su muerte: 13 de agosto del 2000. Último año de secundaria.

Aquel mes de agosto fue algo movido, carretes, recolecciones de dinero para el paseo de fin de año y peleas en las reuniones de apoderados. Esteban era un chico cauteloso, sin sobresaltos más allá de lo que podía llevarse a cabo a su edad. Estaba de novio- irónicamente con una prima de segundo grado mía que no conocía- y siempre participativo en las actividades del curso. Jeannette Sobarzo, una de mis mejores amigas de esos años, estaba de cumpleaños el 7 de agosto. Como ocurrió un día lunes, decidió hacer su fiesta el sábado de esa misma semana. El carrete estuvo entretenido. Jeannette vivía lejos, por lo tanto, todos los que estaban a trasmano tenían que quedarse a dormir en su casa. Entre ellos, yo. Esteban fue invitado pero no pudo ir debido a que su novia tenía otro compromiso al cual lo había citado con anticipación. En ese momento no le dimos importancia, si no podía ir ese sábado, podría ir el otro- dijimos todos.

El carrete ocurrió sin incidentes ni sobresaltos. Bailamos, bebimos, reímos. Al cumplirse las cinco de la madrugada, nos fuimos a dormir sin antes seguir el hueveo y las bromas a oscuras. Recuerdo que me quedé dormida con Jeannette acostada a mi lado. Habíamos conversado de todo lo sucedido en la fiesta y finalmente, el agotamiento nos venció. Cuando despuntó el alba, escuchamos el insistente timbrazo del teléfono el cual obligó a la dueña de casa a levantarse de la cama. Jeannette me sacó del sueño informándome que se trataba de mi madre. Pensé inmediatamente que me regañaría, que me bombardearía con órdenes de que me fuera a casa temprano para compensar las horas perdidas. Al escucharla, me sorprendió su angustia:

- Me acaba de llamar un apoderado del curso. Uno de tus compañeros fue asaltado anoche… y lo mataron- me dijo sin preparaciones. Creo que no hay forma de dar una noticia así. Tuve que pedirle que me lo repitiera. A la cuarta vez que me lo dijo y con el nombre del afectado, recién pude entender lo que hablaba y el suelo se volvió de espuma bajo mis pies.

Les avisé de la mala noticia a los demás que dormían en la alfombra de la sala de Jeannette, y nos fuimos a la casa de Esteban casi al instante. Camino a su casa esperaba que fuese un error y fue donde no pude salir del taxi quedándome paralizada, ¿por qué?, escuchaba a la madre de Esteban gritar lo lejos: Devuélvanme a mi niño, quiero a mi niño… la posibilidad que fuera una equivocación se esfumó tan rápido como un suspiro. Sabía que nunca podría olvidar esos gritos. Pasamos todo ese día domingo en los jardines de la casa de Esteban esperando que el Instituto Médico Legal entregara su cuerpo. Las típicas burocracias hicieron que lo recibiéramos por fin al día siguiente, lunes.

Tratamos de entender lo que había pasado y sólo el robo con una puñalada en el pecho fue la respuesta que recibimos. ¿Cómo puede ser posible que una persona pueda matar por algo material? Esteban murió en los brazos de su padre. Lo atacaron en la esquina de su calle, herido golpeó su puerta y se derrumbó para nunca más ponerse de pie. Creo que en situaciones como éstas es cuando peleo con Dios hasta enojarnos. Ya suficiente tiene una madre con saber que un hijo fue apuñalado por un maricón de mierda, pero verlo morir en su propio jardín es algo torturador. No quise hablar con Él hasta comprenderlo. Creo que hasta el día de hoy aún le tengo una lista de preguntas y reproches que espero me aclare.

Éramos unos niños. Esteban se había ido y nosotros no sabíamos qué pensar, a quién culpar, cómo llorar. Todos nos preguntamos cómo la vida puede ser tan frágil y desde ese momento nos asustamos, por lo menos a mí me aterró. Un niño de diecisiete años había defendido su honor y perdido la vida por ello. Recuerdo que nuestra profesora en jefe, Ximena Ayala, me pidió escribir un discurso de despedida para él y leerlo en el servicio. Le dije que lo escribiría, no podía quedarme sin decir nada, pero que no podría leerlo. Mis palabras sumadas al dolor serían un verdadero suplicio y caos en mi garganta. Claudia fue quien lo leyó por mí y ese 15 de agosto quedó marcado en mi piel como hierro ardiente.

No sé por qué cuento esto el día de hoy. Me acordé de Esteban Ojeda porque se merece que uno se acuerde de él. Un chico bondadoso, amable y alegre. Fue un amigo que pude haber conocido mejor, pero como todo ser humano fue una tarea que siempre dejé para el día siguiente. Se cumplirán 12 años de su partida, pero creo que todos los que fuimos parte de ese curso maduramos de una manera colectiva debido a ello. No sé qué es lo que quiere la vida de uno, lo que quiere Dios de uno, pero me quedó clarísimo que decir: Mañana te veo – es tan utópico y absurdo como decir: Mañana me convierto en ave y te enseño a volar.

Si queremos decir algo, digámoslo ahora…


lunes, 16 de enero de 2012

VI. En la ruta a los treinta - parte 2

Existen varias cosas curiosas de acercarse a los treinta. Una de ellas es que el cambio que se percibe en el cuerpo, en la manera lenta y tardía en que uno se recupera de los carretes, del desvelo, de la actividad física que te deja derrotado. Hace cinco años atrás, uno era capaz de salir de lunes a domingo sin mostrarse destruido en ningún momento. El hueveo seguía y, si la borrachera te golpeaba en la cabeza con un martillo, tranquilidad… un par de horas de sueño y arriba de nuevo. Hoy en día, a mis veintiocho otoños, debo decir que si me entra agua al bote al otro día estoy hecha una mierda, simplemente. Si carreteo un día jueves el viernes estoy convertida en un trapo, un zombie irreconocible. Sin siquiera planearlo empieza la típica letanía de: “no tomo nunca más”. Promesa que no sé a quién mierda se la hacemos. Una vez, mi madre me dijo:

-Con los años, cuesta más recuperarse de un carrete- y yo, con el estómago revuelto y un sabor a cenicero en la boca, la miré de reojo sin querer reconocerlo.

-Pero, mamá ¿de qué hablas?… si estoy fresca como lechuga…- le porfié cuando en realidad lo único que tenía de lechuga era el color verde en mi cara.

Sí, con el tiempo cambian las cosas gradualmente. Tanto que hasta comienzas a ponerte un poco más exigente, analítico y observador en situaciones que antes no tenían mayor importancia. Por ejemplo, en la discoteque. Nunca he sido muy fan de esos lugares, la verdad. Me molesta que no se pueda conversar, la aglomeración de gente, el humo que tiran sumándose al de los cigarrillos y- como no mencionarlo- el carrusel de huevones entorno a la pista. Esos tipos que van a la disco a mirar minas y se dan vueltas y vueltas alrededor como una procesión interminable. Me cago de la risa cuando los veo, y más cuando reconozco en algunas mujeres su mejor esfuerzo por poner caras deseables y las saquen a bailar para dejar de bailar con la amiga. Cada vez que regreso a mi casa, me zumban los oídos al ritmo del reggaetón- me acabo de dar cuenta que el Word sabe cómo se escribe esa palabra y me corrigió.

Hay muchas maneras de sentirse ya un adulto, donde hay detalles que marcan la diferencia generacional. A mi amiga Pepa le pasó en su trabajo. Ella es profesora de inglés y tiene que tratar con niños de entre seis y doce años de edad. Un día en su salón de clases, trataba de poner orden ante el bullicio y el escándalo de sillas de cuarenta y cinco locos bajitos que se hiperventilan por todo. Pepa, tratando de aferrarse a la poca paciencia que le quedaba, pedía silencio y atención a las actividades del día. Entre sus alumnos, ella se dio cuenta que uno de ellos escuchaba música por medio de audífonos. Éste fue su regaño:

-¿Y usted? ¡Guarde ese “Personal”!- el niño la quedó mirando con una expresión de pregunta, como si le hubiera hablado en marciano.

-¿Qué es “Personal”, profe?

En nuestra generación del cassette y el lápiz que se ajustaba a la perfección al rodillo de la cinta, “Personal Estéreo” era el aparato para escuchar música, no existían los mp3’s, ni los mp4’s, ni los Ipods, etc. En aquel entonces, había que hacer malabares para ahorrar pilas, luego aparecieron los reproductores de cd’s que nos obligaban a llevar a cuestas estuches con cientos de discos. Un hueveo. Pepa, lógicamente, se corrigió al instante pero no pudo evitar cagarse de la risa por dentro. De inmediato sintió la diferencia concreta, lo que de seguro sintieron nuestros viejos cuando nosotros les preguntábamos qué significaba tal cosa. El niño que regañó debió pensar: de qué mierda me está hablando esta “vieja”? – sí, porque para los de básica o primaria ya somos dignos de ser llamados así y de tratarnos de “usted”.

Es fuerte el cambio cuando llega el momento en que te dicen: “tía” o “señora”, ¿a quién no le ha sorprendido? Recuerdo que un niño jugaba frente a mi casa, su pelota cayó en mi jardín y llamó a la puerta. Salí para atenderlo. Al asomarme, me dice: Tía, ¿me puede devolver mi pelota, por favor? – listo, sucedió, pensé yo, finalmente sucedió. Pasé de Oye, ¿me puedes devolver mi pelota? a la formalidad absoluta. Casi le pinché la pelota de puro maricona. Por teléfono ocurre más a menudo cuando me llaman de alguna compañía, de algún banco o lo que sea:

-¿Hablo con Amanda Catalán?

-Sí, con ella… - respondo.

-Buenos días, SEÑORA Amanda, le informo… - ¡No me informe nada!

Bueno, es más entendible en ese caso, no pueden verme y siempre he tenido la voz un poco más ronca. En fin, hay que acostumbrarse a la idea ¿no? Los cambios sutiles como éstos son los que dan sabor a la vida y uno debe darle una perspectiva cómica… porque entre reír o llorar, siempre es mejor reír.

martes, 10 de enero de 2012

V. Un espacio para ellas

Mi madre se llama Tania, y a sus cincuenta y un años de edad puede sacarme la cresta cuando quiera, ¿por qué?, por el simple hecho de que parece una muchacha de veinte y está más saludable y fuerte que yo. No es broma. Quien la ve pasar por la calle y la conoce de años, diría sin problemas que tiene un pacto con el diablo, que es Dorian Gray o algo por el estilo. Hay ex compañeras de la básica mías que la reconocen al pasar y creen que regresaron en el tiempo sin darse cuenta. Muchas personas le han preguntado a la doña cómo lo hace, cuál es su secreto. Y su respuesta es muy sencilla:

-No trasnocho, no fumo, no tomo alcohol…- listo, ya con eso estoy cagada. Y la lista continúa- Bebo mucha agua, como mucha fruta, té de hierbas después del almuerzo y jugo limón para las manchas de la piel.

El limón es el fruto mágico de mi vieja. A su punto de vista, puede curarlo todo. Hace años, un vendedor del mercado municipal de Maipú, que conversaba harto con mi madre cuando le iba a comprar, le comentó que tenía un quiste en el ojo y que debía operarse. A días de irse a pabellón, una tipa le dio el dato de que el jugo de limón en el ojo cada cierto tiempo le ayudaría. Así lo hizo y contra todo pronóstico el quiste desapareció. Eso fue algo revelador para mi madre y desde entonces, le tiene una devoción absoluta. Por lo tanto, cada vez que me duele un ojo debo correr lejos de su alcance.

Tengo que decir que admiro a esa mujer tan especial. Creo que gran parte de mi deseo por escribir ha sido gracias a ella, a sus historias pasadas, a su biografía que me parece de novela y su forma de ser, tan apasionada, divertida y aguerrida. Mi madre tiene ocho hermanos vivos, porque si contamos los fallecidos durante el embarazo y a los meses de nacidos, habrían sido nada más ni nada menos que diecisiete en total. Mi abuela sí que era fértil, tanto que si se ponía una semilla en la boca le creía pasto en la lengua. Mi abuelo debió tomarse muy en serio lo que Dios dijo: “Id y multiplicaos”, pero parece que nadie le dijo que no tenía que hacerlo solo.

Cuando mi madre cuenta de su infancia, la escucho con atención. Con todo lo que ha relatado, me hubiera encantado conocer a mi abuela Inés. Ella era una mujer casi analfabeta a la que no lograban engañar con los vueltos del dinero del pan y se las ingeniaba para alimentar tantas bocas con tan poco en la cocina. Sólo he visto una foto de ella, de carnet y en blanco y negro, por supuesto. Ella murió de un problema cardiaco a los cuarenta y cinco años. Realmente joven. Era linda, como esas mujeres antiguas salidas de películas como Casablanca, según lo que me cuentan era pelirroja y de profundos ojos verdes- ahora me pregunto dónde mierda se extraviaron esos genes porque ni mi hermana ni yo heredamos esos colores.

Es bueno tomarse un tiempo y darle importancia a las personas que forman parte de tu vida y son grandes aportes a la clase de persona que eres actualmente. Mi abuela, a pesar de no conocerla, sé que hubiésemos sido cómplices. Le hubiera enseñado a leer para que supiera el excelente personaje que hubiera sido en mis historias. Si ella le hubiera hecho caso al médico y se hubiera operado después del quinto hijo para no tener más- cada embarazo significaba un desgaste tremendo para su corazón y, como ya mencioné, era más fértil que la tierra de hojas- entonces, estaría todavía con vida; pero mi abuelo intervino con su: "donde comen 5 comen 6", y no se lo permitió. Quién sabe, fueron cosas del destino. Ella, de haber desobedecido a su marido, mi madre no hubiera existido… y este blog tampoco.


domingo, 8 de enero de 2012

IV. El 8 de enero es especial

Hace 12 años atrás ocurrió algo importante en mi vida, algo que cambió mi visión de las cosas y me ayudó a descubrir en mí una capacidad y deseo por completo desconocidos hasta ese momento. Estaba en 4to medio, último año de secundaria y mientras que estaba inmersa en las ganas de pasarlo bien, de disfrutar con mis compañeros los carretes que hacíamos cada semana, la profe de Castellano- ahora creo que la materia se llama Lenguaje- nos dio las opciones de lectura que teníamos para ese mes. Yo me consideraba una buena lectora junto con Claudia. Leía todos los libros que nos indicaban y otros que, por interés propio, compraba. Recuerdo muy bien que entre las dos muchas veces teníamos que hacerles un rápido resumen a las demás para que salvaran la nota, por lo menos con lo justo. En fin, aquel día, la profe Mirta- una señora rubia, bajita y tan colorida para vestirse que encandilaba la mirada- nos nombró dos novelas para escoger:

-Chicos, este mes tendrán que leer una de estas dos historias- se dio media vuelta y escribió los títulos en la pizarra verde con tiza blanca. “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez, y “La Casa de los Espíritus” de Isabel Allende.

Conocía a esos autores, obviamente, pero sólo por nombre. No me había dado el tiempo de interiorizarme en ninguno de sus libros, por lo tanto, me dio lo mismo cuál de los dos escoger. Le dije a mi viejo las novelas que debía leer y que cualquiera que encontrara primero en el comercio, la comprara. Al día siguiente, llegó con “La Casa de los Espíritus” bajo el brazo, donde aparecían Jeremy Irons y Merryl Streep en la portada, ni idea que había una adaptación para el cine. Esa misma noche comencé a leer. Desde la primera línea de ese libro: “Barrabás llegó a la familia por vía marítima…” hasta el Epílogo donde acaba con la misma línea escrita, que quedé totalmente absorta. Luego de leer cerca de 600 páginas, cerré la novela y me quedé mirándola de seguro más de quince minutos sin terminar de asimilar todo lo contado allí. Fue realmente fuerte para mí enamorarme y odiar a los personajes de una forma tan real que hasta creí conocerlos en algún momento de mi vida. Esteban Trueba, por ejemplo, el viejo cascarrabias de la familia. Lo llegué a odiar tanto que no vi lo mucho que lo amé en verdad. Es un personaje genial, con tantos matices que sin él la novela no sirve para nada. Rosa, la bella. Esa mujer de impresionante belleza y pelo verde como de sirena. Clara, clarividente, la niña que se confundía con el diseño del tapiz en las paredes pero tan vital en esa casa que sin ella la época del estropicio no se hizo esperar, los mellizos Jaime y Nicolás, una historia de amor fraternal maravillosa, la impulsiva Blanca, Amanda y su pequeño hermano Miguel, la valiente Alba y su poderoso deseo de vivir… cientos de personajes que hacen de esta historia un antes y un después en mi vida.

Al terminar de leer, volví a empezar la historia y la leí otras quince veces durante el siguiente año. Esa novela me la sé de memoria y como sabía que existía una película no tardé en arrendarla con una expectativa tal que cuando presioné Play me caí de hocico desde las alturas. Pésima. No puedo describirla con otra palabra, quizás “desastre”. No puedo creer que Isabel no haya dicho nada respecto al guion. Una verdadera decepción. Al pasar del tiempo, convencida de que nadie podría retratar en escena lo que fue esa novela, el 18 de junio del año pasado, con Claudia fuimos al Teatro Mori en Plaza Vespucio. Se estrenaba “La Casa de los Espíritus” con actores como Francisco Melo y Blanca Lewin. Espectacular. En dos horas y tres sillas con una mesa lograron lo que una película con actores reconocidos mundialmente y millones de dólares no consiguió. Lo mejor que he visto, sin lugar a dudas.

Ahora, ¿a qué quiero ir con todo lo que estoy contando? Bueno, hoy es un día especial. Un 8 de enero de 1981, Isabel Allende, desde su apartamento en Caracas, comenzó una carta para su moribundo abuelo en Chile. La carta se extendió hasta convertirse en esta novela que es mi favorita. Desde entonces, esta maravillosa escritora inicia un nuevo libro cada 8 de enero como parte de un ritual, una cábala que cumple anualmente. Me pregunto qué historia estará ideando justo en este momento, mientras yo escribo todo esto. Con sus dedos sobre el teclado y su mente lejos en algún lugar. Me froto las manos de sólo pensarlo.

Gracias a ese libro y a Isabel, descubrí que deseaba escribir, expresarme de la misma manera, tocar la fibra de las personas que se atreven a leerme, hacerlas reír, llorar, conmoverse, odiar, temer, etc… Escribir es jugar a ser Dios, crear personajes y darles una vida que manejas hasta que son ellos mismos los que toman sus propias decisiones y te conviertes en una herramienta de la inspiración. No sé si lograré ser novelista algún día, no sé si me atreva siquiera a exponerme al juicio de una editorial, pero acumulo el valor poco a poco. Hay tantas historias dando vueltas, tantos personajes que quieren ser paridos desde la imaginación que sólo se debe tener el tiempo suficiente para hacerlo bien. En fin… me di una vuelta enorme sólo para decir que hoy Isabel Allende comienza una nueva novela y yo estoy ansiosa.

jueves, 5 de enero de 2012

III. En la ruta a los treinta

El cambio de folio siempre es algo importante, incluso cuando se era un niño el hecho de pasar de los nueve a los diez años sonaba todo un acontecimiento. De los diecinueve a los veinte sigue pareciendo atractivo, la década del desenfreno y la continuidad del descubrimiento, sin tanto sermón de parte de los padres porque se podía decir con seguridad que se era mayor de edad. Ahora, en la ruta a los treinta, la cosa comienza a ponerse fea. Empiezan los cuestionamientos más seguidos: ¿Cuándo te casarás?, los desafíos más pesados: ¿Cuándo pagarás por tu casa propia?, los reproches más molestos: Ya estás grandecita para…, y las comparaciones de mierda: Cuando yo tenía tu edad… - una verdadera paja.

Soy la mayor entre las primas de mi familia paterna. La que me sigue en edad tiene veinticuatro años y tuvo un bebé a los dieciséis. Quedó la grande debido a esto. Era un tema prohibido de comentar, de preguntar, sobre todo de discutir en ese momento. Yo tenía veinte años cumplidos y cuando esa bomba estalló varias de mis tías me decían entre dientes: pensábamos que tú nos harías “tías abuelas” primero. Internamente me mordí la lengua. ¿Por qué?, fue lo primero que resonó en mi cabeza como sierra eléctrica, ¿sólo por ser la mayor? No me malinterpreten, un hijo siempre es una bendición, es sólo que el momento y las circunstancias son lo que complican y por eso se trata de aplazar su llegada- hasta dónde se pueda, claro.

Estar cerca de los treinta se presta para este tipo de cosas. He escuchado hasta comentarios en tono de excesiva preocupación como: "... porque SUPONGO que piensas casarte, ¿no?"- qué carajos les importa eso? Si estás de novia, te huevean, si no estás de novia, también. Hace unos meses atrás, mi mejor amiga Carla pasó por una situación algo extraña que retratará más o menos lo que debemos pasar por culpa de la sociedad, que no puede verte vivir en paz un rato. Durante un almuerzo familiar, al cual Carla no asistió pero sí su madre, el tema de la conversación de sobremesa fue el largo tiempo que mi amiga ha estado sin novio. Algunos dieron sus opiniones pero la que fue para el Oscar salió de la boca de la esposa de su primo:

-Ella debe reconocer su condición- dijo de forma sugerente. La madre de Carla quiso saber a qué se refería con ello.

-¿Qué condición?

-Que ella es lesbiana y tiene algo con Amanda (mi persona)

Nos cagamos de la risa con Carla cuando me contó- claro que después de que ella lanzara puteadas por la conversación que se generó a costillas suyas. Y si fuese lesbiana, ¿qué?, reclamó enojada. Nos hicieron comprender que la mentalidad del ser humano es tan estereotipada y regida por un plan controlado que salirte del modelo te encasilla de inmediato, como un montón de ovejas arreadas por un jinete hacia una misma dirección. Pobre de que se salga una de la línea porque será una oveja descarriada, loca como una cabra de monte. No digo yo… para sobrevivir a esta etapa hay que tener buen humor y tolerancia frente a los intolerantes.


II. Pláticas de After Office

Pasaje Orrego Luco, Providencia

Miércoles, 04 de enero.

Sentada en una de las innumerables mesas de terraza que agrupan varios pubs en un mismo espacio, estaba acompañada de mis amigos de la oficina luego del trabajo. Salimos a tomar un trago y la conversación basada en las tormentosas relaciones amorosas me hizo pensar varias cosas. Qué radical es el cambio en una persona cuando cree que el dolor es sinónimo irrefutable del amor. Patético. Hay veces que se cree que la sumisión es parte del cariño y del respeto… qué mierda más grande. He visto con mis propios ojos cómo amigas e incluso primas se auto convencen de que todo está bien, que todo cambiará en un momento determinado de la vida mientras que su propia vida pasa frente a sus ojos.

Pauly me decía que esas actitudes son puntualmente “huevonas”, por otro lado, yo apuntaba a la simple y llana inmadurez, hoy me parece una mezcla de ambos puntos de vista. Durante de la plática, nos enseñó un libro de Jodorowsky sobre la psicomagia que está leyendo, donde si bien fue interesante de conocer, también fue algo perturbador. Si hablábamos de mujeres que no se respetan a sí misma o se desvalorizan de alguna forma, este libro señalaba maneras prácticas de contrarrestar ese sentimiento inconsciente, como meterse monedas de oro por la vagina y no supimos si tomarlo literal o creer que se refería a otra cosa. Aunque es difícil darle otra interpretación. Pato, por su parte, nos aconsejaba darle un sentido metafórico, como una Biblia escrita en prosa, pero era complicado. No por nada se desatan guerras santas que toman todo lo escrito al pie de la letra.

Me gusta conversar con ellos, cada uno tiene una forma particular de ver la vida y poseen experiencia suficiente para que no les pasen gato por liebre. Pato por ejemplo, no se embrolla por huevadas. Ha pasado por mucho y cuando hablamos de temas como rollos de pareja, siempre aclara la visión ordenándote las opciones desde la más prioritaria hasta la más insignificante. Tiene una gran capacidad de subirlo todo a una balanza y escucha las quejas femeninas sin tomar partido de manera subjetiva por el hecho de ser hombre. Sin embargo, buscamos la manera de no aprovecharnos de su paciencia ya que siempre nos acompaña en los After Office. He discutido bastante con él y de seguro que su inmenso cariño le ha impedido mandarme a la cresta.

Al pasar del rato, cuando ya caía la noche en Santiago y las luces se encendían en la terraza, Pato tuvo que irse y nos quedamos Pauly, Bárbara, Jeannette y yo conversando una nueva cerveza. Luego de tratar de arreglar el mundo con golpes sobre la mesa, nos reíamos de anécdotas pasadas y situaciones que te despejan dudas sobre el sexo opuesto. Coco Legrand- comediante famoso en Chile- tiene razón con respecto a algo: Los hombres siempre van por un objetivo a la vez. En el sexo es quizás lo mismo. ¿Quién no se ha dado cuenta que siempre es la mujer la que en medio del acto escucha el llanto del hijo en la otra pieza? ¿O la que se preocupa de que estén los viejos en la casa y pueden escuchar algo? Si hasta los cineastas gringos lo saben: en todas las películas de terror donde hay una pareja tirando en un auto, escondido en un mirador, es la chica la que escucha al sicópata afuera y hace la típica pregunta: ¿Qué fue ese ruido? Y obviamente el tipo está empecinado besándole el cuello y manoseándola sin tener idea de qué mierda está hablando. Ahora, la gran pregunta es: los hombres tienen los cinco sentidos puestos en una que no se dan cuenta? O simplemente se hacen los huevones? – Jeannette y yo pedimos una nueva ronda de Micheladas, esa clase de dilemas requieren un trago.


domingo, 1 de enero de 2012

I. Partimos de nuevo

2012. Nuevo comienzo. Aquí estamos, preguntándonos si las películas gringas serán una realidad o sólo la imaginación de cineastas con ideas manoseadas y paranoicas. Como hoy inicia un nuevo año, comenzaré una nueva forma de retratar la inspiración, de volverla una aliada y no una fugitiva la cual tengo que perseguir por cada recodo de mi mente. Este año cumpliré veintinueve años de vida en abril y el estar al borde del cambio de folio te hace ver las cosas de un modo diferente. No sé si es la madurez o qué, pero la vida me emociona mucho más, me he vuelto una llorona de proporciones épicas, donde una película, un reportaje, incluso una brusca respuesta puede causar en mi pecho ese latido intenso.

Vivo en Santiago de Chile, tengo una carrera universitaria en informática y un trabajo que se enfoca en ella. Sin embargo, tengo el alma y el corazón impacientes por escribir, por contar historias y convertir fantasías en realidades. Claudia, una de mis mejores amigas, me dice que debo tener mayor confianza en mí misma para conseguirlo pero mi problema es un poco más simple, o quizás igual de complejo: falta de tiempo y de inspiración. La ley de Murphy muchas veces aplica en mi vida: cuando tengo tiempo, la inspiración no me acompaña y viceversa. Ahora que estoy un poco más madura- lo digo yo, no sé si cuenta- tengo ganas de relatar otras cosas. No creo que mi propia vida sea tan interesante, pero sí tengo personas a mi alrededor que lo son y la vuelven cada día una enseñanza.

Como esta madrugada, primeras horas de un año que recién comienza y Pepa, otra de mis mejores amigas, me hizo ver el valor de la confianza y que el amor es una puta molestia cuando le duele sólo a una persona. Eso me hizo meditar cosas que quizás por estar concentrada en otras no atendí. Años atrás, nuestros padres tenían una vida estructurada, donde cada paso estaba planeado, cronometrado y sistematizado. Para una mujer el amor es el doble de complicado. Cuántas veces no escuché a tías, a mi madre, decir: Casarte era la única forma para irte de la casa. Esa generación siguió un patrón donde, a mi edad, ya tenían dos hijos y un matrimonio consolidado, una casa por la cual velar y cuentas que pagar. Yo no tengo nada de eso, ni siquiera pretendo compartir un techo en el corto plazo y ese es mi único “plan” hasta el momento. Nuestra generación ha roto ese esquema y ahora estamos como barcos a la deriva, con miedo a amar, a dejar el nido, y darte cuenta que no sirvió de nada. ¿Qué hacer al respecto? ¿Arriesgarse? ¿Protegerse siempre? Creo que con preguntas como esas, hacen que quieras volver a tener trece donde el primer beso era el gran tema. Y Aquí seguimos… dieciséis años después esperando el último primer beso.