miércoles, 15 de febrero de 2012

VII. Marcas en la vida

Hay acontecimientos que te cambian de por vida.

¿Por qué lo digo? Cuando tenía diecisiete años, un compañero de curso fue asesinado. Así como lo leen. Fue una cosa fortuita, totalmente inesperada, como si te arrancaran una vendita de una herida de un solo tirón dejándote la carne viva. Él se llamaba Esteban Ojeda. Era un muchacho moreno, de limpia y perfecta sonrisa, ojos oscuros y nobles acciones. Podría decirse que era el más tranquilo y caballero de todos los compañeros que tuve a mi lado en esa época. Recuerdo muy bien la fecha de su muerte: 13 de agosto del 2000. Último año de secundaria.

Aquel mes de agosto fue algo movido, carretes, recolecciones de dinero para el paseo de fin de año y peleas en las reuniones de apoderados. Esteban era un chico cauteloso, sin sobresaltos más allá de lo que podía llevarse a cabo a su edad. Estaba de novio- irónicamente con una prima de segundo grado mía que no conocía- y siempre participativo en las actividades del curso. Jeannette Sobarzo, una de mis mejores amigas de esos años, estaba de cumpleaños el 7 de agosto. Como ocurrió un día lunes, decidió hacer su fiesta el sábado de esa misma semana. El carrete estuvo entretenido. Jeannette vivía lejos, por lo tanto, todos los que estaban a trasmano tenían que quedarse a dormir en su casa. Entre ellos, yo. Esteban fue invitado pero no pudo ir debido a que su novia tenía otro compromiso al cual lo había citado con anticipación. En ese momento no le dimos importancia, si no podía ir ese sábado, podría ir el otro- dijimos todos.

El carrete ocurrió sin incidentes ni sobresaltos. Bailamos, bebimos, reímos. Al cumplirse las cinco de la madrugada, nos fuimos a dormir sin antes seguir el hueveo y las bromas a oscuras. Recuerdo que me quedé dormida con Jeannette acostada a mi lado. Habíamos conversado de todo lo sucedido en la fiesta y finalmente, el agotamiento nos venció. Cuando despuntó el alba, escuchamos el insistente timbrazo del teléfono el cual obligó a la dueña de casa a levantarse de la cama. Jeannette me sacó del sueño informándome que se trataba de mi madre. Pensé inmediatamente que me regañaría, que me bombardearía con órdenes de que me fuera a casa temprano para compensar las horas perdidas. Al escucharla, me sorprendió su angustia:

- Me acaba de llamar un apoderado del curso. Uno de tus compañeros fue asaltado anoche… y lo mataron- me dijo sin preparaciones. Creo que no hay forma de dar una noticia así. Tuve que pedirle que me lo repitiera. A la cuarta vez que me lo dijo y con el nombre del afectado, recién pude entender lo que hablaba y el suelo se volvió de espuma bajo mis pies.

Les avisé de la mala noticia a los demás que dormían en la alfombra de la sala de Jeannette, y nos fuimos a la casa de Esteban casi al instante. Camino a su casa esperaba que fuese un error y fue donde no pude salir del taxi quedándome paralizada, ¿por qué?, escuchaba a la madre de Esteban gritar lo lejos: Devuélvanme a mi niño, quiero a mi niño… la posibilidad que fuera una equivocación se esfumó tan rápido como un suspiro. Sabía que nunca podría olvidar esos gritos. Pasamos todo ese día domingo en los jardines de la casa de Esteban esperando que el Instituto Médico Legal entregara su cuerpo. Las típicas burocracias hicieron que lo recibiéramos por fin al día siguiente, lunes.

Tratamos de entender lo que había pasado y sólo el robo con una puñalada en el pecho fue la respuesta que recibimos. ¿Cómo puede ser posible que una persona pueda matar por algo material? Esteban murió en los brazos de su padre. Lo atacaron en la esquina de su calle, herido golpeó su puerta y se derrumbó para nunca más ponerse de pie. Creo que en situaciones como éstas es cuando peleo con Dios hasta enojarnos. Ya suficiente tiene una madre con saber que un hijo fue apuñalado por un maricón de mierda, pero verlo morir en su propio jardín es algo torturador. No quise hablar con Él hasta comprenderlo. Creo que hasta el día de hoy aún le tengo una lista de preguntas y reproches que espero me aclare.

Éramos unos niños. Esteban se había ido y nosotros no sabíamos qué pensar, a quién culpar, cómo llorar. Todos nos preguntamos cómo la vida puede ser tan frágil y desde ese momento nos asustamos, por lo menos a mí me aterró. Un niño de diecisiete años había defendido su honor y perdido la vida por ello. Recuerdo que nuestra profesora en jefe, Ximena Ayala, me pidió escribir un discurso de despedida para él y leerlo en el servicio. Le dije que lo escribiría, no podía quedarme sin decir nada, pero que no podría leerlo. Mis palabras sumadas al dolor serían un verdadero suplicio y caos en mi garganta. Claudia fue quien lo leyó por mí y ese 15 de agosto quedó marcado en mi piel como hierro ardiente.

No sé por qué cuento esto el día de hoy. Me acordé de Esteban Ojeda porque se merece que uno se acuerde de él. Un chico bondadoso, amable y alegre. Fue un amigo que pude haber conocido mejor, pero como todo ser humano fue una tarea que siempre dejé para el día siguiente. Se cumplirán 12 años de su partida, pero creo que todos los que fuimos parte de ese curso maduramos de una manera colectiva debido a ello. No sé qué es lo que quiere la vida de uno, lo que quiere Dios de uno, pero me quedó clarísimo que decir: Mañana te veo – es tan utópico y absurdo como decir: Mañana me convierto en ave y te enseño a volar.

Si queremos decir algo, digámoslo ahora…


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