A mis
treinta nuevos años de vida puedo decir con mucha propiedad que las Fiestas
Patrias y todo tipo de festividad importante han cambiado del cielo a la
tierra. Ya no las reconozco y trato de evocar cosas del pasado para no
sentirlas tan ajenas. Hace muy poco pasó la celebración del cumpleaños de mi
país – 18 de septiembre – y el hueveo empezó para muchos el mismo sábado 14
hasta el domingo 22. Fue una verdadera maratón de alcohol y comida que dejó a
gran parte de los chilenos sin un puto peso en los bolsillos, pero a nadie le
importó eso. Marejadas de gente se iban contra las vitrinas de las carnicerías
como olas a las rocas y les daba la misma huevada arrasar con todo. La mierda
era comprar, comprar y comprar.
A veces
me pongo a observar a mi alrededor y anoto mentalmente las cosas curiosas,
graciosas y molestas. Las fondas típicas por ejemplo, ferias en donde se ofrece
comida y asado a destajo, vasos de Terremoto,
cervezas y vinos tintos que tiñen la boca al punto de parecer muerto por
asfixia. Este tipo de eventos siempre son divertidos de ver porque no falta el
borracho chistoso o la pelea por nada. No obstante, este año no sólo fue
divertido ver eso, sino que los precios en los carteles eran de lo más
hilarantes. Un anticucho, un palo con trozos de carne atravesados- muchas veces
pura cebolla y vienesa – a casi tres mil pesos, qué decir de la siempre bien
recibida y vitoreada empanada, que de seguro el pino estaba hecho de carne del
unicornio azul de Silvio Rodríguez, porque por mil quinientos te daban una y te
conformaste. Realmente las fondas en todo Chile pasaron de ser “Populares” a “Exclusive”.
Con las
navidades pasa lo mismo. Puro consumo y entre más mejor. El año se pasa tan
rápido que no terminamos de sacar la bandera de la ventana para colgar el
adorno navideño. Llegaremos a un punto en que tendremos que vestir de huaso
chileno al Viejo Pascuero (Santa Claus). Recuerdo cuando era chica y las
navidades eran de tono mucho más familiar y espiritual. Se cenaba antes de las
9 de la noche- generalmente su carne mechada o pollo con papas duquesas- se
esperaban los regalos con tanta ansia que apenas comía y cuando se acercaba la medianoche
salía influenciada por mi vieja que me decía: Allá va el viejito!- y yo como huevona mirando lejos de la casa
para que se concretara el plan perfecto a mis espaldas. Volvía y los regalos estaban por arte de
magia bajo el árbol. Era un momento tan inocente y hermoso que la felicidad
destellaba luz por mis ojos. Hoy en día no se ve ni mierda en la cara de nadie.
Los pendejos de esta generación si no tienen un Ipad o un Xbox capaz de
aspirarte hasta la casa, no son felices, para ellos la navidad fue un total e
indiscutible fracaso.
Las vacaciones
de verano eran el periodo perfecto para salir a la calle y jugar todo el día
hasta que te llamaban desde la reja para entrarte. Si te mandabas una cagada el
peor castigo era no dejarte salir y veías a tus amigos desde la ventana con
cara de cachorro regañado. Hoy, lo peor que puedes decirle a un niño es: ¡Te voy a quitar ese celular!, o ¡Voy a sacar el Internet! – Qué pena me
da ver cómo están los tiempos actuales. Antes era calidad no cantidad. Qué importaba
si tu casa era chica, se pasaba genial todos revueltos. Qué importaba no tener
torres de películas en DVD o la mejor definición en Blue Ray, se iba al video club
del barrio y se arrendaba una película en VHS, lluviosa y con interferencia
¿qué tanto? se veía igual limpiando los cabezales sucios del video con algodón.
Por
todos estos cambios, cada septiembre aprovecho y disfruto más los volantines o
cometas que veo en el cielo. Me encanta el sonido del papel flameando contra el
viento y la risa de la gente que los encumbra. Los disfruto a concho porque no
dudo y les apuesto que algún día saldrá el nuevo juego de Wii con un control
parecido a un carrete, y los pendejos cibernéticos comenzarán a elevar cometas por
la pantalla HD del LED que tienen colgada a la pared como una ventana que ya no
abren.