lunes, 6 de agosto de 2012

XII. Una simbólica razón para recordar


Uno de mis mejores amigos de la vida se llama Marcial. Nos conocimos en primer año de secundaria y desde entonces que no ha podido deshacerse de mí. Estuvo de cumpleaños hace poco – 28 de julio, en mitad de nuestro invierno en Chile- y es otro más que ha cruzado la línea del “cambio de folio”. Este año fui a saludarlo a su nueva casa. Sí, mi amigo desde los catorce años de vida se compró su casa propia para comenzar la temida etapa del adulto joven, ¿por qué digo temida etapa? Marcial no quería cumplir los treinta años, como tampoco lo quiero yo, y cada vez que le recordaban la suma de sus velas se apuraba un trago de cerveza. Durante la noche de festejo, su rostro tenía un enorme signo de interrogación que partía de la frente hacia el mentón, de seguro se preguntaba dónde habían quedado los cinco años luego de los veinticinco, adónde se fueron, qué había hecho, qué había descubierto, a qué enfermedad había logrado encontrarle una cura. Traté de subirle el ánimo con bromas, anécdotas y ese tipo de cosas, pero a pesar de que se reía, notaba en sus ojos la luz de la nostalgia.

La etapa del adulto joven es ciertamente confusa. Eres muy viejo para algunas discos, cervecerías y pubs en donde ya comienza a molestar la música muy fuerte, y a la vez eres muy pendejo para antros nocturnos donde hay karaokes de música de ochentera y dobles de Elvis Presley. Lo de la música alta es una de las primeras señales en que estás entrando a otra fase de tu vida- por no decir “envejeciendo”- y es esa que te hace mirar molesto al DJ desde lejos con ganas de gritarle: “Oye, huevón! Si no hay nadie bailando baja la huevá un rato!”- ahí, justo ahí, justo en ese momento se dejaron atrás los veintiún años.

Volviendo a lo de Marcial, cuando llegué a su nuevo hogar me hizo un tour por las habitaciones de la segunda planta subiendo por esas complicadas y mareadoras escaleras de caracol, (recuerdo muy bien que cuando Gianinna vivía con sus padres, tenía de las mismas y corría por ellas al subir y al bajar, yo gateaba por temor a sacarme la cresta y rodar abajo como chicle de máquina) al llegar arriba, luego de echar un vistazo a las piezas principales, Marcial me mostró una en particular. Se trataba de un cuarto pequeño, más para utilizarlo como cuarto de estudio o de escritorio que para dormir en él. En una de sus paredes, mi amigo instaló una repisa de madera lo suficientemente larga y alta para ubicar y ordenar contextualmente todas sus películas en DVD. Marcial, desde que lo conozco, que es un fanático del cine. Más abajo, toda una fila de libros, novelas que solíamos comentar y recomendar. En la pared contraria, colgados uno al lado del otro, tenía posters de La Naranja Mecánica, Tiburón, El Padrino y otros clásicos. Me tomó sólo un segundo sentirme en su antigua pieza de adolescente otra vez, esa pieza en la cual hacíamos carretes de quince años con los chicos y nos reíamos hasta despuntar el alba, escuchando Nirvana, obviamente. Sentí que había retrocedido en el tiempo, trasladada de un lugar a otro en un solo chasquido y me di cuenta que ese Marcial, el desordenado, el infantil, el versátil, el actor de tablas por naturaleza, el que imitaba los gestos de Jim Carrey sin ninguna vergüenza, estaba todavía allí, en algún lugar de ese hombre de treinta con nuevas responsabilidades, nuevos desafíos y miedos.

Muchos recuerdos se me vinieron encima mientras Marcial me hablaba de lo que le tomó hacer el mueble con su viejo y distribuir las cosas en su interior. Recordé aquellos carretes diurnos que hacíamos los miércoles antes de entrar a clases. Partíamos a las diez de la mañana a la casa de Danilo y allí nos quedábamos hasta las dos de la tarde para luego ir al cole con cara de zombie. Hubo un día en particular donde Marcial, dándoselas de barman junto con el dueño de casa, prepararon pisco sour con un kilo limones que al estrujarlos dieron la increíble cantidad de dos dedos de alto en la botella, fueron los limones más secos en la historia de los limones secos de la sequía misma. Todo el resto fue puro pisco y algo de azúcar para que pasara, ¿resultado? Una Amanda que se aferraba a la taza del baño como si la gravedad no hubiera existido jamás y Newton vendía manzanas en la feria. Sólo Marcial y yo fuimos los tercos en ir al cole igual, así como estábamos, – el sentido de responsabilidad fue más fuerte- el resto de los chicos se quedó porque el mortífero pisco sour había convertido la casa de Danilo en un carrusel de la puta y no podían bajarse. En fin, nos fuimos por la mitad de la calle efectivamente con caras de zombie, lo único que nos daba algo de color era la mierda de chaleco burdeo porque si no nos confundíamos con la blusa blanca. Llegamos al paradero, uno apoyado del otro en una perfecta “A” e hicimos parar cualquiera que dijera “Maipú”. Para fortuna nuestra, ningún inspector nos detuvo en el portón al ingresar y pasamos desapercibidos.

Fue muy regocijante que varias anécdotas y vivencias como ésta me ocuparan la cabeza en un segundo sólo por una pieza decorada como antes. Sin embargo, no puedo decirle sólo una pieza, es la pieza de ese Marcial, mi amigo Marcial, al que no le importó correr por una playa con la parte de arriba de un bikini y un cintillo en la cabeza con tal de hacer reír, o disfrazado de odalisca para sorprendernos a todos en mi fiesta de disfraces, o cagar una foto oficial de matrimonio con una cuchara pegada en la nariz. La risa siempre fue la mejor medicina para él y debo decir que por sus venas de artista, corre toda una farmacia que me cura el alma. 

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