Como la
canción de Tito Fernández. El 20 de mayo me entregaron mi casa nueva. Mi casa. Suena
extraño e incluso intimidante. Estos últimos días he estado como las locas
comprando huevadas, viendo maestros para los arreglos y todo eso que te pone
los nervios de punta. Nunca imaginé que una casa tuviera tanto trabajo y gasto.
Uno como hijo sólo se preocupa de vivir en el hogar de los padres, dormir,
comer, ensuciar y ser prácticamente un parásito que sólo aporta más gastos. Una
de las cosas que me preocupan es justamente eso, ser dueña de casa, organizada
y metódica con el dinero. Soy la despilfarradora número uno de este país. Si fuera
presidente estaría en deuda con todos los países hasta con algunos planetas de
la vía láctea si descubro que hay vida y pueden hacer préstamos a plazo. Nunca miro
lo que tengo que pagar, si me llega la cuenta casi ni la reviso, llego y desembolso
importándome una mierda. Eso tiene que cambiar ya.
Una
de las cosas que también debo cambiar de mí es que soy un torbellino de
desorden. Creo que una de las grandes preocupaciones de mi madre es que no
encuentro nada. Estoy convencida que la convención de duendes se reúne semanalmente
para esconderme todo. El regalo útil que mi vieja de seguro me dará serán
ganchos para ponerlos en el techo y colgarme las cosas a la vista. Siempre me
dice eso cuando le pregunto por alguna huevada: ¿Dónde están mis llaves?, ¿Dónde están las tijeras?, ¿Has visto mi chaleco
negro? ¿Has visto ese par de calcetines morados con blanco? ¿Has visto mis
jeans claros que me puse ayer?, y mi madre con ese poder élfico
inexplicable, llega, abre una gaveta y las cosas saltan a sus brazos como
reencuentro. Como lo he dicho anteriormente, estoy segura que es la mejor amiga
de los duendes.
Bueno,
dentro de la semana que pasó, cambié las puertas por unas más seguras– consejo de
mi amiga Gianinna – compré la cocina, la lavadora, la cama de dos plazas que
costó un mundo subir por las escaleras para que finalmente la subieran por
partes a través de la ventana del segundo piso. Pagué por las protecciones de
fierro en cada ventana – qué paja es tener que pensar siempre en un invitado
inevitable: El Flaite chileno. Explicaré
lo que es eso para los lectores que no viven en este país. El Flaite chileno es una raza de escoria que
vive por medio de los demás. Le gusta lo ajeno y se apropia de ello como si
fuera un derecho irrevocable escrito en la Constitución. Son “abogados” por
vocación, conocen las leyes casi al pie de la letra, son expertos en relaciones
públicas, comercio exterior y atletas de elite, desde salto con obstáculos
hasta los cien metros planos en donde no se les ve ni el polvo. Ya teniendo eso
más o menos claro, entenderán que tuve que resguardar bien la casa, sobre todo cuando
me di cuenta que uno de estos Flaites me
sacó de cuajo la cañería del gas en el abrigo penumbroso de la noche. Creo que
inventé puteadas para su incorporación a la RAE de pura rabia e impotencia.
Desde
ese momento decidí quedarme durante las noches en la casa para que no se viera
tan abandonada. Meto bullicio, abro las ventanas, transito de allá para acá
limpiando y ordenando. ¡Qué manera de haber tierra por todos lados por la misma
chucha! Estoy creyendo seriamente que soy yo la estatua de lodo, yo ando
dejando estelas de mugre como el amigo de Charlie Brown con su nube de polvo
alrededor. Quisiera flotar por la casa porque por donde miro hay huellas y la
miserable escoba que compré no da abasto.