Acabo de volver de una firma de
libros del escritor chileno Pablo Simonetti. Fue pura buena suerte. De metiche
ingresé a la página de internet de la librería Antártica esta mañana y tropecé
con la visita del escritor a las 13:30 a pocas cuadras de donde trabajo. Hace semanas
que estoy con ganas de leer algo nuevo- antes leía mucho más- porque ya estoy
terminando Inferno de Dan Brown y no
quiero quedar desprovista de alguna historia. Fui hasta el lugar y el hombre
muy amablemente me lo firmó con una letra gigantesca que ocupa toda la primera
página: “Para Amanda, Pablo Simonetti”. Me tomé una foto con él fantaseando que
un futuro los papeles podrían invertirse.
En fin, ya que hablé de Inferno les cuento que me costó mucho
terminar de leer esa novela, y no lo digo por complicada o aburrida, todo lo
contrario, es muy entretenida y envolvente, pero sucedía que cada vez que
tomaba el libro al acostarme- único momento en que no estoy haciendo miles de
huevadas- mis párpados pesaban siete kilos cada uno y me quedaba raja con la
mierda abierta sobre el pecho. Trato de retomar la lectura desde la última
palabra pero poco a poco Robert Langdon
y su eterna carrera por salvar al mundo
se iba a la cresta con Morfeo. Me he vuelto la peor lectora de todos los
tiempos.
Este libro de Simonetti es el
segundo que un escritor me autografía. Hace unos años y con mucha emoción, fui
a la firma de libros de Isabel Allende en el Mall Alto Las Condes, que está a
la mismísima puta lejos de mi casa. El evento comenzaba a las 11 de la mañana y
llegué clavaba a las 10:00. Una fila desgraciada serpenteaba por los tres pisos
del Mall y yo al verla, sin nada afilado al alcance, quise morderme las venas y
morir. Bueno, tuve que hacerme el ánimo y ubicarme tras el último huevón con la
mejor cara de esperanza. Tenía abrazados contra mi pecho las tres novelas que
quería que me firmara- soy una fanática indiscutida de Isabel, sólo quiero
aclarar- y las rodillas tembleques apenas podían sostenerme. Llegué hasta ella
a las 13:45, ¡Tres malditas horas con cuarenta y cinco putos minutos! Le hablé,
la besé en su mejilla y en una de sus manos diciéndole que la admiraba como
nadie podría admirarla jamás. Su publicista, una pesada con cara de que todo
olía a mierda, me dijo que no podía hacer eso pero me la metí por el soberano culo
(perdonen lo vulgar pero sigue molestándome) ¿Qué quería que hiciera? ¿Que me
quedara quieta mientras la razón por la que me largué a escribir estaba a sólo
un paso de distancia? Olvídelo, señora.