domingo, 10 de febrero de 2013

XIV. Una larga amistad


Me he vuelto una melancólica y una sentimentalista empedernida. No sé si será el hecho de acercarme cada vez más a los treinta años o las hormonas me están hueveando. Muchos pueden decir: “¿Pero cuál es el escándalo? Todavía eres muy joven”, bueno, toda persona en este mundo tiene sus aversiones, la mía es ese "3" antes del "0" que te condiciona y apresura. Cambiar de folio es un asunto importante, sobretodo en un país como Chile donde si no cumples con lo designado algo malo pasa contigo o eres un marciano descerebrado. Si no eres ya un profesional a los treinta, si no estás casado, si no tienes hijos, si no tienes un perro, si no tienes un puto almuerzo en casa de los suegros en domingo estás cagado.

Hay días en que me encierro en mí misma y pienso mucho en eso, también en que extraño los tiempos pasados, tiempos mucho más simples en donde los problemas parecían tener soluciones caídas del cielo. Extraño a mi mejor amiga Carla. Extraño nuestras conversaciones y salidas cualquier día. Ella tomó decisiones en su vida que causaron cataclismos e hizo en cinco meses lo que pensaba hacer en probablemente cinco años. Conoció a Juan, quien pocos días después se convertiría en su novio y luego en el padre del hijo que está esperando. Eso me sacudió tan fuerte que creí sufrir un ataque de epilepsia durante un terremoto. Sí, me sentí feliz por ella, pero no niego que miles de cosas pasaron por mi mente y por mi pecho volviéndolo estrecho. Sabía que el hueveo había terminado, en ese mismo instante. Se acabaron los carretes hasta la madrugada, las cervezas en tardes de verano, los viajes a la playa sin más responsabilidad que pasarlo bien, y los planes de vivir juntas un tiempo en un departamento en el centro de Santiago.

-Creo que esta será mi última cerveza, amiga- me dijo Carla una noche, en un bar cerca de casa. Yo la miré frunciendo el ceño, como si el hacerlo pudiera borrar acontecimientos.

-¿Por qué?- le pregunté.

-Porque estoy con atraso…- y con eso, me bebí el resto que me quedaba en la botella.

Carla siempre fue arrebatada. No se destaca por pensar las cosas antes de hacerlas o decirlas. Así es ella. Como aquella vez que me despertó su llamada en día domingo después de un carrete: “¿Dónde estás?”, le pregunté un poco somnolienta, “En la playa”, me responde simplemente, y yo juraba que se había ido a su casa y que dormía a pata suelta. O la vez que pasé el mayor miedo de mi vida cuando me llamó su madre a las nueve de la mañana preguntándome dónde estaba su hija. Recuerdo que salté de mi cama para enterrarme más el teléfono al oído y escuchar de nuevo lo que me pareció una broma de mal gusto. Mi estómago se transformó en un yunque y sólo se me venía a la mente que la había dejado en el bar como a las una de la madrugada.

-¡Si se fueron juntas, se regresan juntas!- me replicó la señora Mary.

-Lo sé, tía. Le insistí más que la mierda que nos fuéramos a casa pero no me hizo caso- dije yo, sintiéndome de lo peor. Al final, la linda apareció unas horas después, justo antes de que llamáramos a carabineros para declararla desaparecida. Casi le caigo encima a patadas. Por ese susto todavía no la perdono.

En fin, Carla me nombró madrina de su hijo cuando aún éramos unas niñas, cuando aún ni pensábamos en ser madres. La amistad entre nosotras fue creciendo con el tiempo y en dieciséis años juntas quemamos más etapas que un pirómano con soplete. Con trece años la imaginación nos mostraba como unas rockstar a los treinta, con mansión, autos, sueños cumplidos, árboles plantados, un libro y hasta un busto con nuestras caras en la Plaza de Armas. Ingenuas hasta decir basta. Ahora que sólo faltan semanas para dejar atrás los veinte, puedo decir que a pesar de todo me ha gustado haber crecido como una soñadora, no por vivir de ilusiones, sino para mantener esa alma infantil, preservarla y llamarla cuando la necesite. Hoy la necesito. Hoy necesito bajar la velocidad de este carro y disfrutar del paisaje. Es por eso que todo lo que ha sucedido me ha tomado por asalto. Mi mejor amiga hace unas semanas se casó, en una hermosa ceremonia civil con casi cien invitados y lanzamiento del ramo, y yo todavía pegada en el último paseo que hicimos a Viña en octubre del año pasado. Tengo que admitirlo, soy una víctima del doctor Brown en su máquina del tiempo.

Como toda aspirante a escritora, luego de semejantes cambios traté de ordenar en mi mente los momentos, como una línea cronológica separada por periodos, por revoluciones, por batallas ganadas y perdidas. Organicé en mi mente los recuerdos por orden alfabético, desde las “A”legrías hasta los “Z”arpazos que nos dio la vida. Creo que hasta el minuto lo he conseguido a duras penas, sigo aprendiendo. Sin embargo, tengo miedo que con todo lo que se viene de la niña que fui o de mi Carla de siempre queden sólo guiñapos, jirones los cuales tenga que unir uno a uno para del olvido poder salvarnos… ¿Ya lo ven? Me he vuelto una melancólica sentimentalista de caso crónico, y en este intento de escrito lo dejé comprobado.