Me he vuelto una melancólica y
una sentimentalista empedernida. No sé si será el hecho de acercarme cada vez
más a los treinta años o las hormonas me están hueveando. Muchos pueden decir: “¿Pero
cuál es el escándalo? Todavía eres muy joven”, bueno, toda persona en este
mundo tiene sus aversiones, la mía es ese "3" antes del "0" que te condiciona y apresura. Cambiar de folio es un asunto importante, sobretodo
en un país como Chile donde si no cumples con lo designado algo malo pasa
contigo o eres un marciano descerebrado. Si no eres ya un profesional a los
treinta, si no estás casado, si no tienes hijos, si no tienes un perro, si no tienes
un puto almuerzo en casa de los suegros en domingo estás cagado.
Hay días en que me encierro en
mí misma y pienso mucho en eso, también en que extraño los tiempos pasados,
tiempos mucho más simples en donde los problemas parecían tener soluciones
caídas del cielo. Extraño a mi mejor amiga Carla. Extraño nuestras
conversaciones y salidas cualquier día. Ella tomó decisiones en su vida que
causaron cataclismos e hizo en cinco meses lo que pensaba hacer en
probablemente cinco años. Conoció a Juan, quien pocos días después se
convertiría en su novio y luego en el padre del hijo que está esperando. Eso me
sacudió tan fuerte que creí sufrir un ataque de epilepsia durante un terremoto.
Sí, me sentí feliz por ella, pero no niego que miles de cosas pasaron por mi
mente y por mi pecho volviéndolo estrecho. Sabía que el hueveo había terminado,
en ese mismo instante. Se acabaron los carretes hasta la madrugada, las
cervezas en tardes de verano, los viajes a la playa sin más responsabilidad que
pasarlo bien, y los planes de vivir juntas un tiempo en un departamento en el
centro de Santiago.
-Creo que esta será mi última
cerveza, amiga- me dijo Carla una noche, en un bar cerca de casa. Yo la miré
frunciendo el ceño, como si el hacerlo pudiera borrar acontecimientos.
-¿Por qué?- le pregunté.
-Porque estoy con atraso…- y
con eso, me bebí el resto que me quedaba en la botella.
Carla siempre fue arrebatada. No
se destaca por pensar las cosas antes de hacerlas o decirlas. Así es ella. Como
aquella vez que me despertó su llamada en día domingo después de un carrete: “¿Dónde
estás?”, le pregunté un poco somnolienta, “En la playa”, me responde
simplemente, y yo juraba que se había ido a su casa y que dormía a pata suelta. O la
vez que pasé el mayor miedo de mi vida cuando me llamó su madre a las nueve de
la mañana preguntándome dónde estaba su hija. Recuerdo que salté de mi cama para enterrarme
más el teléfono al oído y escuchar de nuevo lo que me pareció una broma de mal gusto. Mi estómago
se transformó en un yunque y sólo se me venía a la mente que la había dejado en
el bar como a las una de la madrugada.
-¡Si se fueron juntas, se
regresan juntas!- me replicó la señora Mary.
-Lo sé, tía. Le insistí más que
la mierda que nos fuéramos a casa pero no me hizo caso- dije yo, sintiéndome de lo peor. Al final, la
linda apareció unas horas después, justo antes de que llamáramos a carabineros
para declararla desaparecida. Casi le caigo encima a patadas. Por ese susto
todavía no la perdono.
En fin, Carla me nombró madrina
de su hijo cuando aún éramos unas niñas, cuando aún ni pensábamos en ser madres.
La amistad entre nosotras fue creciendo con el tiempo y en dieciséis años
juntas quemamos más etapas que un pirómano con soplete. Con trece años la
imaginación nos mostraba como unas rockstar a los treinta, con mansión, autos,
sueños cumplidos, árboles plantados, un libro y hasta un busto con nuestras
caras en la Plaza de Armas. Ingenuas hasta decir basta. Ahora que sólo faltan
semanas para dejar atrás los veinte, puedo decir que a pesar de todo me ha
gustado haber crecido como una soñadora, no por vivir de ilusiones, sino para
mantener esa alma infantil, preservarla y llamarla cuando la necesite. Hoy la
necesito. Hoy necesito bajar la velocidad de este carro y disfrutar del
paisaje. Es por eso que todo lo que ha sucedido me ha tomado por asalto. Mi
mejor amiga hace unas semanas se casó, en una hermosa ceremonia civil con casi
cien invitados y lanzamiento del ramo, y yo todavía pegada en el último paseo que
hicimos a Viña en octubre del año pasado. Tengo que admitirlo, soy una víctima
del doctor Brown en su máquina del tiempo.