miércoles, 8 de agosto de 2012

XIII. La puta canción


Hay ciertas etapas marcadas por canciones que nos movieron el piso, nos estremecieron, nos identificaron, nos hicieron llorar, etc. La mía fue la que describiré ahora, “Mi soledad y yo”, canción de Alejandro Sanz que fue hit en los años noventa. Ese tema en particular, aparte de ser muy lindo en cuanto a letra, música y contenido, me marcó no de modo cursi sino porque fue la canción de mierda más escurridiza de mi vida, ¿por qué? en esos años, cuando se escuchaban casetes y el internet era cosa que pocos conocían, encontrar un tema específico en el inmenso universo de la música era un completo y desesperante hueveo. Todos mis compañeros de generación me encontrarán la razón en que se tenía la cinta virgen lista en la casetera del equipo para pillar LA canción que anunciaba el locutor, y cuando eso pasaba corrías botando hasta tu vieja en el camino para apretar REC, ¡Fuera de mi camino!, gritabas. Bueno, me pasó eso y lo peor de todo es que estuve ni más ni menos que cuatro meses sin saber cómo chucha era esa “nueva” canción de Sanz que a todo el mundo le encantaba.

Para alguien que no tiene la misma curiosidad marciana que yo, no le parecerá terrible no saber una cosa puntual: Ya la escucharás, me decían algunos sin darle importancia, pero me ponía de mal humor invertir mi tiempo en esperarla en las radios mamonas como lo eran Aurora FM o Pudahuel- tragarme a la insoportable vieja chismosa del Pablo Aguilera fue lo más difícil. Otros sugerían lo obvio: Pero cómprate el casete. Ya, ehm… sí, gracias por decir lo más absurdamente lógico en la historia de la humanidad. No era esa la idea, nunca fui una fanática de Sanz sólo era la puta curiosidad, porque todas mis compañeras llegaban cantando la mierda mientras que yo esperaba el sueño escuchando por mi Personal Estéreo cambiando el vial de estación en estación. Lo más terrible no era no dar con el tema, sino que era oír justo al cambiar: “Y eso fue Mi soledad y yo de Alejandro Sanz…” – ¡Por la puta que te parió!, gruñía yo.

Estas nuevas generaciones no tienen idea del calvario que tuvimos que pasar nosotros (los casi treintañeros) para encontrar LA canción o LA película corriendo entre la Feria del Disco, el huevón pirata de la feria, los videoclubs y que te digan que la película la arrendaron, que no ha llegado, un sinfín de desgracias que te desanimaban más que la cresta. Ahora, si no te sabes el título de la canción pero sí un par de líneas del coro, a Google, las escribes y la mierda sale por un tubo con vaselina, te aparece hasta la dirección de la casa del cantante para que vayas y la escuches de su misma boca. Información Just In Time. ¡Qué injusta es esta huevada! ¡Maldita tecnología que no llegaste antes! ¡Hubiera puteado menos con los pliegos de papel en las disertaciones del cole! ¡No hubiera tenido que cortar un trocito para pegarlo encima de la letra maricona en donde me había equivocado! ¡Maldito plumón permanente! ¡Putas transparencias aburridas! Es cosa de ver lo que se puede hacer actualmente en Powerpoint, Flash, Photoshop, Blender (una mierda de diseño en 3D), etc. Si estos pendejos no hacen los trabajos como la gente y más encima reprueban, es hora de asumir que el futuro de Chile está recagado. Nada qué hacer.

Sin embargo, fuera de todo lo que pueda putear, no sé cómo hubiera sido si Facebook, MSN, Twitter, Whatsapp, hubieran existido en mi adolescencia, tal vez habría sido más fría, más conflictiva, tal vez todas estas facilidades de comunicación hubieran hecho exactamente lo contrario, incomunicarnos más. Posiblemente ahora no sabría lo que son las exquisitas cartas escritas a mano, estaría enviando sólo besos virtuales y expresiones faciales que poco a poco me atrofiarían las de mi cara o me cagarían la ortografía como he visto en muchísimas personas cuando escriben. Por ejemplo, el otro día leí por ahí: “k te valla bien ;)” – NO ME HUEVEES, POR FAVOR!! QUÉ MIERDA ES ESO? QUÉ EDAD TIENES? – perdón… tengo un pequeño problema con la gente que no se preocupa de escribir correctamente. En fin, pensándolo mejor, creo que no me hubiera gustado haber tenido todas las redes sociales y facilidades digitales que existen hoy, porque todas las cosas que nombré le dieron sabor a mi adolescencia, todas esas dificultades hicieron que valorara mucho más el diploma de mis estudios, las pestañas quemadas que gané por leer libros sacados de la biblioteca y obviamente este escrito no hubiera tenido ningún sentido.

lunes, 6 de agosto de 2012

XII. Una simbólica razón para recordar


Uno de mis mejores amigos de la vida se llama Marcial. Nos conocimos en primer año de secundaria y desde entonces que no ha podido deshacerse de mí. Estuvo de cumpleaños hace poco – 28 de julio, en mitad de nuestro invierno en Chile- y es otro más que ha cruzado la línea del “cambio de folio”. Este año fui a saludarlo a su nueva casa. Sí, mi amigo desde los catorce años de vida se compró su casa propia para comenzar la temida etapa del adulto joven, ¿por qué digo temida etapa? Marcial no quería cumplir los treinta años, como tampoco lo quiero yo, y cada vez que le recordaban la suma de sus velas se apuraba un trago de cerveza. Durante la noche de festejo, su rostro tenía un enorme signo de interrogación que partía de la frente hacia el mentón, de seguro se preguntaba dónde habían quedado los cinco años luego de los veinticinco, adónde se fueron, qué había hecho, qué había descubierto, a qué enfermedad había logrado encontrarle una cura. Traté de subirle el ánimo con bromas, anécdotas y ese tipo de cosas, pero a pesar de que se reía, notaba en sus ojos la luz de la nostalgia.

La etapa del adulto joven es ciertamente confusa. Eres muy viejo para algunas discos, cervecerías y pubs en donde ya comienza a molestar la música muy fuerte, y a la vez eres muy pendejo para antros nocturnos donde hay karaokes de música de ochentera y dobles de Elvis Presley. Lo de la música alta es una de las primeras señales en que estás entrando a otra fase de tu vida- por no decir “envejeciendo”- y es esa que te hace mirar molesto al DJ desde lejos con ganas de gritarle: “Oye, huevón! Si no hay nadie bailando baja la huevá un rato!”- ahí, justo ahí, justo en ese momento se dejaron atrás los veintiún años.

Volviendo a lo de Marcial, cuando llegué a su nuevo hogar me hizo un tour por las habitaciones de la segunda planta subiendo por esas complicadas y mareadoras escaleras de caracol, (recuerdo muy bien que cuando Gianinna vivía con sus padres, tenía de las mismas y corría por ellas al subir y al bajar, yo gateaba por temor a sacarme la cresta y rodar abajo como chicle de máquina) al llegar arriba, luego de echar un vistazo a las piezas principales, Marcial me mostró una en particular. Se trataba de un cuarto pequeño, más para utilizarlo como cuarto de estudio o de escritorio que para dormir en él. En una de sus paredes, mi amigo instaló una repisa de madera lo suficientemente larga y alta para ubicar y ordenar contextualmente todas sus películas en DVD. Marcial, desde que lo conozco, que es un fanático del cine. Más abajo, toda una fila de libros, novelas que solíamos comentar y recomendar. En la pared contraria, colgados uno al lado del otro, tenía posters de La Naranja Mecánica, Tiburón, El Padrino y otros clásicos. Me tomó sólo un segundo sentirme en su antigua pieza de adolescente otra vez, esa pieza en la cual hacíamos carretes de quince años con los chicos y nos reíamos hasta despuntar el alba, escuchando Nirvana, obviamente. Sentí que había retrocedido en el tiempo, trasladada de un lugar a otro en un solo chasquido y me di cuenta que ese Marcial, el desordenado, el infantil, el versátil, el actor de tablas por naturaleza, el que imitaba los gestos de Jim Carrey sin ninguna vergüenza, estaba todavía allí, en algún lugar de ese hombre de treinta con nuevas responsabilidades, nuevos desafíos y miedos.

Muchos recuerdos se me vinieron encima mientras Marcial me hablaba de lo que le tomó hacer el mueble con su viejo y distribuir las cosas en su interior. Recordé aquellos carretes diurnos que hacíamos los miércoles antes de entrar a clases. Partíamos a las diez de la mañana a la casa de Danilo y allí nos quedábamos hasta las dos de la tarde para luego ir al cole con cara de zombie. Hubo un día en particular donde Marcial, dándoselas de barman junto con el dueño de casa, prepararon pisco sour con un kilo limones que al estrujarlos dieron la increíble cantidad de dos dedos de alto en la botella, fueron los limones más secos en la historia de los limones secos de la sequía misma. Todo el resto fue puro pisco y algo de azúcar para que pasara, ¿resultado? Una Amanda que se aferraba a la taza del baño como si la gravedad no hubiera existido jamás y Newton vendía manzanas en la feria. Sólo Marcial y yo fuimos los tercos en ir al cole igual, así como estábamos, – el sentido de responsabilidad fue más fuerte- el resto de los chicos se quedó porque el mortífero pisco sour había convertido la casa de Danilo en un carrusel de la puta y no podían bajarse. En fin, nos fuimos por la mitad de la calle efectivamente con caras de zombie, lo único que nos daba algo de color era la mierda de chaleco burdeo porque si no nos confundíamos con la blusa blanca. Llegamos al paradero, uno apoyado del otro en una perfecta “A” e hicimos parar cualquiera que dijera “Maipú”. Para fortuna nuestra, ningún inspector nos detuvo en el portón al ingresar y pasamos desapercibidos.

Fue muy regocijante que varias anécdotas y vivencias como ésta me ocuparan la cabeza en un segundo sólo por una pieza decorada como antes. Sin embargo, no puedo decirle sólo una pieza, es la pieza de ese Marcial, mi amigo Marcial, al que no le importó correr por una playa con la parte de arriba de un bikini y un cintillo en la cabeza con tal de hacer reír, o disfrazado de odalisca para sorprendernos a todos en mi fiesta de disfraces, o cagar una foto oficial de matrimonio con una cuchara pegada en la nariz. La risa siempre fue la mejor medicina para él y debo decir que por sus venas de artista, corre toda una farmacia que me cura el alma.