viernes, 24 de febrero de 2012

VIII. En la ruta a los treinta - parte 3

Me he dado cuenta que estoy luchando cada día más por volver a ser una niña. Por eso me alegra que llueva. En Santiago de Chile es muy extraño que llueva en verano y cuando lo hace en invierno es poco, y con ese poco nos ahogamos todos. Los drenajes de esta ciudad no filtran una mierda transformándose en Venecia. Sobre lo de volver a ser niña lo menciono porque siempre deseo saltar sobre una poza pero no puedo hacerlo si es día de semana. En la ida llegaría con los pies mojados a la oficina y la gripe no me la quitaría nadie. De vuelta, es tan largo el recorrido a Maipú que sucedería lo mismo. Pero en realidad… pensándolo bien, qué importa. Siempre hay tiempo y salud para una poza ¿no? Esa será desde hoy mi filosofía.

Por ejemplo, mi mejor amiga Claudia siempre tiene tiempo para pisar una hoja seca. Eso la hace dichosa. Recuerdo muy bien que cuando íbamos al colegio, de regreso a casa caminábamos por el bandejón de la Avenida Pajaritos y entre los meses de marzo y junio, nadie podía quitarle el placer de pisar una hoja seca. El sonido la extasiaba, sonreía de manera ancha y seguía su camino feliz de la vida. Todo el mundo tiene su pequeña máquina del tiempo con detalles como éstos. Nos convertimos en Marty McFly para luego regresar a la realidad deseando haber cambiado algo de alguna forma. A medida que pasan los años, más se quiere rememorar el pasado. Ahora entiendo a mis viejos cuando hacen comparaciones de épocas y de generaciones. Antes me lateaba escucharlos en sus diálogos como:

-¡Nosotros éramos nueve hermanos y no teníamos un solo peso!- exclamaba mi madre.

-¡Lo que dejaba de usar uno quedaba para el otro!- apoyaba mi viejo, por otro lado.

-¡En navidad nos daban un solo regalo y con eso teníamos que conformarnos!

-¡Nos mandaban a la cama antes de las noticias! ¡Y sin derecho a reclamo!

Hay una cosa que sí comparto y fue porque lo viví en carne propia. El respeto que existía por los mayores en ese entonces. Creo que fue con mi generación- a todo reventar, con la de mi hermana- que murió el respeto absoluto por los padres. Es cosa de dar la vuelta en una esquina o ver “Perla” en el Canal 13 para darse cuenta cómo los pendejos mandan a todos al carajo con sólo chasquear los dedos. Cuando tenía 12 años y quería salir con mis amigos de la villa, era todo un trámite de Notaría en mi casa. Más, diría yo. Un trámite de Congreso. Lo que mis padres me decían tenía que cumplirlo. Mi viejo, celoso hasta decir basta, me condicionaba los permisos y me decretaba una hora que no podía objetar. Era una ley que no se cuestionaba. Yo proponía un proyecto, ellos lo analizaban largamente hasta promulgar su aprobación con un permiso mínimo a cumplir o era el rechazo absoluto de la misma, sin derecho alguno a refutación. Mis permisos eran alarmantemente cortos. Cenicienta, por donde me vieran. Las fiestas comenzaron en mi vida social y mi viejo me iba a buscar a cada una de ellas. Recuerdo un momento muy particular que ilustrará por lo que tuve que pasar…

Mes de abril. Cumpleaños número 15 de Andrés, un amigo de la vida con el cual he crecido. Yo tenía 13 años en ese entonces, recién empezando octavo básico, último año. Fuimos con el grupo de amigos a su casa para celebrarlo y yo estaba contenta porque había conseguido un poco más de permiso que del acostumbrado. Andrés vive a dos pasajes más una calle de mi casa, para que tengan una idea de la distancia. El carrete estaba buenísimo. La música sonaba por todo el cobertizo, mucha gente había sido invitada y el trago era la novedad para muchos, al igual que el cigarro. El que fumaba era el huevón más genial. Al pasar del rato, desde la puerta de la casa aparece la hermana de Andrés pidiendo que bajaran la música un poco y que llamaran a X chica porque la buscaba su papá afuera. La vergüenza ajena de verla cruzar toda la fiesta hacia la salida siendo hueveada por sus amigos al pasar, me puso un poco nerviosa. La sola idea de que me pasara lo mismo, me provocó mariposas en el estómago. No creo que venga mi viejo, estoy al lado de la casa, además le dije que sería puntual y conoce al Andrés, pensé yo. Pero con don Juan Catalán no hay que confiarse. Es una lección que he tratado de aprender durante mis casi veintinueve años. Cuando estaban a punto de poner “los lentos” o “los blues”, momento importantísimo para bailar con el niño que te gustaba y darle un beso bajo la atención indisimulada de todos, otra vez se asoma la cabeza de la hermana de Andrés con la lapidaria frase que estaba temiendo: Amanda… te busca tu papá. Sería todo. Rogaba porque se abriera un hoyo en la tierra y así perderme en las entrañas del inframundo. Me huevearon, obvio. Salí y él estaba ahí. Todo amoroso y con una chaqueta en el brazo para que me la pusiera en los hombros. Ni que fuera una rockstar.

Lo que cuento es fiel reflejo de cómo fue la relación padre-hijo en nuestra generación. Ellos mandaban, nosotros obedecíamos. El permiso se ganaba y con insolencias se perdía al instante. Ahora que hago memoria, mi hermana no pasó por eso, por esa situación “papá te busca en la puerta de la fiesta”. Claro, yo como hija mayor, fui el experimento de esos dos, el conejillo de Indias, la rata de laboratorio a la que inyectaban horas de permiso restringido para evaluar mis reacciones. Y como sobreviví a su inexperiencia y adolescencia sin mayores tropiezos, soltaron más a la menor para que regresara a casa de madrugada, incluso junto conmigo, ¿qué tal? No, si no hay respeto con el primogénito.

De todas formas, estos recuerdos me hacen reír. Pese a lo “súper humillados” que pudimos sentirnos en esos años por nuestros viejos, podemos contar esas anécdotas como historias de vida el día de hoy. Me gustó la generación en la que crecí. El respeto, los permisos y el constante estado de impresión que residía en nosotros. Todo nos sorprendía porque todo era nuevo y excitante. Es curioso, pero aún con toda la tecnología del mundo y siendo Ingeniera en Informática de profesión, extraño las grabaciones que se hacían desde la radio, y su mortífero: Carolina Discoteque, que te cagaba toda la onda.


miércoles, 15 de febrero de 2012

VII. Marcas en la vida

Hay acontecimientos que te cambian de por vida.

¿Por qué lo digo? Cuando tenía diecisiete años, un compañero de curso fue asesinado. Así como lo leen. Fue una cosa fortuita, totalmente inesperada, como si te arrancaran una vendita de una herida de un solo tirón dejándote la carne viva. Él se llamaba Esteban Ojeda. Era un muchacho moreno, de limpia y perfecta sonrisa, ojos oscuros y nobles acciones. Podría decirse que era el más tranquilo y caballero de todos los compañeros que tuve a mi lado en esa época. Recuerdo muy bien la fecha de su muerte: 13 de agosto del 2000. Último año de secundaria.

Aquel mes de agosto fue algo movido, carretes, recolecciones de dinero para el paseo de fin de año y peleas en las reuniones de apoderados. Esteban era un chico cauteloso, sin sobresaltos más allá de lo que podía llevarse a cabo a su edad. Estaba de novio- irónicamente con una prima de segundo grado mía que no conocía- y siempre participativo en las actividades del curso. Jeannette Sobarzo, una de mis mejores amigas de esos años, estaba de cumpleaños el 7 de agosto. Como ocurrió un día lunes, decidió hacer su fiesta el sábado de esa misma semana. El carrete estuvo entretenido. Jeannette vivía lejos, por lo tanto, todos los que estaban a trasmano tenían que quedarse a dormir en su casa. Entre ellos, yo. Esteban fue invitado pero no pudo ir debido a que su novia tenía otro compromiso al cual lo había citado con anticipación. En ese momento no le dimos importancia, si no podía ir ese sábado, podría ir el otro- dijimos todos.

El carrete ocurrió sin incidentes ni sobresaltos. Bailamos, bebimos, reímos. Al cumplirse las cinco de la madrugada, nos fuimos a dormir sin antes seguir el hueveo y las bromas a oscuras. Recuerdo que me quedé dormida con Jeannette acostada a mi lado. Habíamos conversado de todo lo sucedido en la fiesta y finalmente, el agotamiento nos venció. Cuando despuntó el alba, escuchamos el insistente timbrazo del teléfono el cual obligó a la dueña de casa a levantarse de la cama. Jeannette me sacó del sueño informándome que se trataba de mi madre. Pensé inmediatamente que me regañaría, que me bombardearía con órdenes de que me fuera a casa temprano para compensar las horas perdidas. Al escucharla, me sorprendió su angustia:

- Me acaba de llamar un apoderado del curso. Uno de tus compañeros fue asaltado anoche… y lo mataron- me dijo sin preparaciones. Creo que no hay forma de dar una noticia así. Tuve que pedirle que me lo repitiera. A la cuarta vez que me lo dijo y con el nombre del afectado, recién pude entender lo que hablaba y el suelo se volvió de espuma bajo mis pies.

Les avisé de la mala noticia a los demás que dormían en la alfombra de la sala de Jeannette, y nos fuimos a la casa de Esteban casi al instante. Camino a su casa esperaba que fuese un error y fue donde no pude salir del taxi quedándome paralizada, ¿por qué?, escuchaba a la madre de Esteban gritar lo lejos: Devuélvanme a mi niño, quiero a mi niño… la posibilidad que fuera una equivocación se esfumó tan rápido como un suspiro. Sabía que nunca podría olvidar esos gritos. Pasamos todo ese día domingo en los jardines de la casa de Esteban esperando que el Instituto Médico Legal entregara su cuerpo. Las típicas burocracias hicieron que lo recibiéramos por fin al día siguiente, lunes.

Tratamos de entender lo que había pasado y sólo el robo con una puñalada en el pecho fue la respuesta que recibimos. ¿Cómo puede ser posible que una persona pueda matar por algo material? Esteban murió en los brazos de su padre. Lo atacaron en la esquina de su calle, herido golpeó su puerta y se derrumbó para nunca más ponerse de pie. Creo que en situaciones como éstas es cuando peleo con Dios hasta enojarnos. Ya suficiente tiene una madre con saber que un hijo fue apuñalado por un maricón de mierda, pero verlo morir en su propio jardín es algo torturador. No quise hablar con Él hasta comprenderlo. Creo que hasta el día de hoy aún le tengo una lista de preguntas y reproches que espero me aclare.

Éramos unos niños. Esteban se había ido y nosotros no sabíamos qué pensar, a quién culpar, cómo llorar. Todos nos preguntamos cómo la vida puede ser tan frágil y desde ese momento nos asustamos, por lo menos a mí me aterró. Un niño de diecisiete años había defendido su honor y perdido la vida por ello. Recuerdo que nuestra profesora en jefe, Ximena Ayala, me pidió escribir un discurso de despedida para él y leerlo en el servicio. Le dije que lo escribiría, no podía quedarme sin decir nada, pero que no podría leerlo. Mis palabras sumadas al dolor serían un verdadero suplicio y caos en mi garganta. Claudia fue quien lo leyó por mí y ese 15 de agosto quedó marcado en mi piel como hierro ardiente.

No sé por qué cuento esto el día de hoy. Me acordé de Esteban Ojeda porque se merece que uno se acuerde de él. Un chico bondadoso, amable y alegre. Fue un amigo que pude haber conocido mejor, pero como todo ser humano fue una tarea que siempre dejé para el día siguiente. Se cumplirán 12 años de su partida, pero creo que todos los que fuimos parte de ese curso maduramos de una manera colectiva debido a ello. No sé qué es lo que quiere la vida de uno, lo que quiere Dios de uno, pero me quedó clarísimo que decir: Mañana te veo – es tan utópico y absurdo como decir: Mañana me convierto en ave y te enseño a volar.

Si queremos decir algo, digámoslo ahora…